¡Ya llegó la carta!
Juan Patricio Lombera

El viento del Este

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Si me atreviera a darle un consejo a alguien que quisiera ser escritor es que tiene que saber escuchar a todo el mundo.

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Lectura: ( Palabras)

Recuerdo un chiste de mal gusto de mi infancia que se centraba en la frase que titula esta columna. Más allá de mis recuerdos, hoy he recibido una misiva del que fuera un gran amigo de mi padre y, en la actualidad mío, de nombre Salvador. Su nombre, dicho sea de paso, hace referencia a su lugar de origen, aunque siempre le llamo Chamba al igual que lo hacía mi padre. Su vida es fascinante. Pertenece a una de las familias más importantes del mundo jurídico salvadoreño y más de una vez tuvo que salir de su país por temor a represalias políticas después de una asonada militar. Estuvo a punto de casarse con una compatriota suya que lo dejó por irse a la guerrilla en los años 70. Gracias a él y al libro que me regaló, Memorias de un guerrillero escrito por el comandante Balta que dirigiera la mítica Radio Venceremos, pude conocer mejor ese proceso armado con toda la podredumbre que hubo en ambos bandos. Estudió su carrera de abogado en la UNAM y acabó quedándose en México donde rehízo su vida y trabajó en diversos organismos oficiales con mi padre. Una de las cosas que me hermana con él es que nunca perdió su acento salvadoreño al igual que yo el mexicano, por más que ambos llevemos décadas viviendo en el extranjero. No se trata en ambos casos de una falta de adaptación a nuestros países de acogida sino, simple y llanamente, de conservar nuestras raíces. El único defecto que le conozco es que es simpatizante del América. Ni modo, nadie puede ser perfecto.

Si me atreviera a darle un consejo a alguien que quisiera ser escritor es que tiene que saber escuchar a todo el mundo. Y los amigos de la familia son una mina de oro, pues ellos conocen la historia oculta que nuestros abuelos y padres se niegan a contarnos muchas veces por recato y vergüenza. Incluso si no se es escritor, es bueno tener munición contra los padres para cuando ellos se quieran inventar un pasado ejemplar. En ese sentido, debo decir que tanto él, como Arturo y el padrino de mi hermano apodado “Citrillo” –todos amigos de mi padre–, aportaron muchas anécdotas que luego trasladé con suerte desigual en El péndulo familiar. Por ejemplo, gracias al susodicho Arturo, supe que mi bisabuela tenía por costumbre asistir a los partidos de los diablos rojos de la Ciudad de México. Curiosamente, solía salir con bastante antelación habida cuenta de que tenía su asiento asegurado. La razón era otra. Antes del partido mi bisabuela visitaba a la madre de Arturo y ambas comadres se bebían media botella de tequila. Este néctar la despojaba de todo pudor de forma que una vez en el estadio no dudaba en alentar a gritos a su equipo y, especialmente, al cuarto bateador de nombre Roberto. “Hoy sí bateas home run le decía”, a lo que éste le responda, según la versión de mi abuela que obviaba el pasaje de la visita a la comadre, “haré lo que pueda, señora”.

A finales del año pasado, Chamba y yo nos encontramos en la Ciudad de México y le regalé un ejemplar de mi novela. Él prometió leerla y mandarme una extensa crítica. A finales de enero lo contacté y me dijo que acababa de mandarme la carta con sus impresiones que, en general, eran positivas. Pasaron dos meses y no volví a tener noticias de la carta. Alguna vez conversamos al respecto y, pese a que me dijo que pondría una reclamación, yo asumí que la misiva se había extraviado y supongo que él también, pues me resumió su contenido. Hoy sonó el timbre y yo pensé que se trataba de unos cartuchos que me mandó HP desde Alemania. Por fin, después de 3 meses y 5 días había llegado la carta de Chamba. Me da que una carta de Colón vía carabela habría tardado menos.  De la epístola solo diré dos cosas. Una, que se trasluce el gran cariño que le tiene a toda la familia a la que recordó a través de El péndulo… El segundo comentario es que da gusto leer su carta. Chamba pertenece a una raza en extinción de abogados ilustrados a la que también pertenecía mi padre; Enrique Lombera Pallares. Antiguamente, los amantes de las letras ingresaban en la facultad de derecho como una solución práctica a sus intereses humanísticos (tal fue el caso de Alfonso Reyes). Por ello, no era extraño encontrar leguleyos que  igual te podían hablar de historia como incluir una cita de Sartre o Malraux y hablar de toda clase de materias artísticas. Desafortunadamente, con el auge de lo que Ortega y Gasset llamó el hombre masa, esa especie ha quedado relegada al olvido, salvo por gloriosas excepciones como es el caso. En cualquier caso, valió la pena esperar.

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