Réquiem por las víctimas de la negligencia
Sara Baz

La deriva de los tiempos

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No se fíen de los “ahorros”, no son tal cosa. Son producto del descuido y la desatención de otras necesidades que no se estiman como tales en la coyuntura de un proyecto político y mucho menos en “tiempos de austeridad”.

Imagen: Marca.
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Lectura: ( Palabras)

Dejé de usar el metro al inicio de la pandemia, porque vivo en una situación de privilegio y, hasta la fecha, puedo trabajar desde mi casa. Soy usuaria del metro desde que tengo memoria de salir a la calle, pues aunque mi familia tenía un coche, mi mamá no manejaba y fomentó mi carácter de “pata de perro” empleando principalmente la línea 3. Crecí de Etiopía a Miguel Ángel de Quevedo en total paz y disfruté de mis trayectos. Nunca nos pasó nada.

Durante años trabajé felizmente en el Centro Histórico y me desplacé cotidianamente de la estación Viaducto a la estación Allende, por la línea 2. Si bien, crecían los rumores (y desafortunadamente los hechos) sobre la inseguridad que corríamos las mujeres, yo me hice adepta del último vagón femenino y presencié acontecimientos de violencia extrema contra cualquier individuo con cromosoma XY que se atreviera a traspasar las puertas en el sitio equivocado. A pesar de los pesares, me sentía segura. No obstante, en la línea 2 (no me dejarán mentir) había un tema con los frenos y, en varias ocasiones, me proyecté cual cuerpo inanimado sobre mis compañeras, a causa de frenazos intempestivos que producían tremendo malestar entre las ocupantes. Me acostumbré a que, quienes no podían alcanzar los tubos, se agarraran de mi mochila o de mi persona. Entablábamos una conversación afable.

Repito, no me subo al metro, por privilegio y por precaución, desde marzo de 2020. He de volver, pero no ahora. Escuchar y ver los testimonios del terrible accidente que ocurrió el lunes 3 de mayo por la noche me dejó sin sueño. Una vez más, al parecer, la corrupción cobra víctimas humanas, como si los muertos de la pandemia no fueran suficientes. Pensar en la gente inocente que iba de regreso a su casa, después de una jornada de trabajo y –sin deberla ni temerla– perdió la vida en un accidente ocasionado, entre otras muchas cosas, por la negligencia, me parte el alma. Ver las noticias en la comodidad de mi casa y después de haber hecho mi trayecto en Uber no deja de producirme sentimientos de culpabilidad que, ya sé, igual y son infundados, pero ahí están. Mi peor sensación viene cuando escucho a López Obrador hablando de la austeridad y de los ahorros. Todos los días, pero más ahora. Como si yo no supiera (como otros muchos) que en la administración pública federal no se puede hacer tal cosa. Es un timo: si se ahorra en una partida, se descobija a otra. Y todas son igualmente importantes. ¿Ahorrar? Es más bien desviar recursos para los proyectos que le interesan al presidente.

Las investigaciones están abiertas y los culpables señalados por el dedo flamígero de la opinión pública; no sabemos si con o sin razón. Lo que quiero decir es que no se fíen de los “ahorros”. No son tal cosa. Son producto del descuido y la desatención de otras necesidades que no se estiman como tales en la coyuntura de un proyecto político y mucho menos en “tiempos de austeridad”; y para colmo, en tiempos electorales.

No creo en ninguna entidad sobrenatural –y para mi depresión, por la edad que tengo–, ya sé que no existe una especie de tribunal superior que juzgue desde lo metahistórico a quienes cometen fechorías. La falta de atención a fallas que se gestaron a raíz de los movimientos telúricos del 2017 (incluso antes) puede cobrar todavía varias víctimas. Dejar para después el gasto en lo que no es tan “fashion” para el régimen, también.

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Imagen: @csdrones.
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