Paradoja elocuente de la modernidad en que habitamos es tener la certeza de que lo único cierto, real y tangible, es que no tenemos cierto nada, ni siquiera el momento presente nos ofrece un mínimo de garantía de que lo que observamos sea verdad.
Ya el maestro Sartori nos había advertido de la manipulación de nuestras percepciones a través de los medios de comunicación, una sociedad sujeta a estímulos inducidos, una “sociedad teledirigida” que hoy, con las benditas redes sociales, se torna más dependiente y confundida.
Ya no cabe la máxima tradicional de que nada es verdad o mentira, sino que todo depende del cristal con que se mira. Pero en el mundo actual, la cosa ya no depende de nuestra simple percepción individual, ahora somos conducidos, desde muy temprana hora, a una realidad enteramente virtual, donde nuestra percepción o interpretación racional del mundo que nos rodea se torna potenciadamente más difícil y compleja por la orientación recurrente del mensaje sobre temas elegidos desde la palestra o la simple omisión de otros, según convenga.
A más de un año del arribo de la famosa pandemia, toda la vida ha girado en torno a ella y todo apunta a que así seguiremos en el futuro mediato.
El desarrollo de las primeras vacunas brindó un rayito de esperanza, el optimismo fluyó por doquier y la venta política no se hizo esperar, la luz al final del túnel. Pero, ese malvado y, siempre presente, se inmiscuyó, como de costumbre, y luego nos enteramos de que no había vacunas para todos, más tarde aparecieron mutaciones, nuevas cepas que nos remitieron de vuelta al principio y, finalmente, hoy se revierte la decisión de la aplicación de algunas de ellas por los efectos nocivos que se han observado en algunos receptores, particularmente en Europa, nuevamente la coyuntura nos traiciona.
Pudiera pensarse ante esta situación, que, por fortuna, México se ha beneficiado de la escasez y el nimio arribo de la miscelánea de marcas con que se ha activado el cuestionado programa de vacunación hasta hoy implementado.
Opiniones van, opiniones vienen, los expertos no se ponen de acuerdo y la infodemia nos consume tanto como la pandemia. Volteamos a un lado, luego al otro, cual espectadores de un juego de tenis, donde todo depende del desempeño de los jugadores y el árbitro.
Mientras tanto, nos hemos ido amorcillando con el confinamiento, la fría contabilidad de los decesos que no cesan, el desempleo y la ralentización económica, el manejo político de la crisis y el discurso cotidiano de que todo va viento en popa.
La realidad ya no es tal si nos atenemos a la circunstancia cotidiana de nuestra individualidad y nuestro entorno inmediato, donde todo se aprecia a contrapelo de la difusión mediática, pero ciertamente, no sabemos nada cierto, vivimos apoltronados en la incertidumbre y en la esperanza.
Ningún gobierno sería suicida, puede soslayar la trascendencia de la pandemia como objetivo fundamental a atender, no sólo por su natural responsabilidad, por cuestiones éticas, por ser un asunto de seguridad nacional, sino por los efectos directos, catastróficos en la legitimidad gubernamental, pero igual de suicida puede resultar la distorsión de la realidad, el engaño o el usufructo de la tragedia para fines políticos, tentación perversa, pero no improbable.
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