Estar a la deriva quiere decir estar a merced de las circunstancias. Deriva procede del latín derivare y se refiere a obtener algo de otra cosa. También tiene relación con rivare, fluir, navegar, conducirse algo por un curso de agua. Derivar es conducir desde una cosa a otra o encauzar el agua que fluye. ¿Qué más puede fluir? La energía, los pensamientos. Estos últimos se encauzan con palabras y son ellas las que, bordadas sobre diferentes fondos y eligiendo distintas puntadas, crean representaciones de eso que llamamos “realidad” y de nosotros mismos. Esta columna se llama La deriva de los tiempos porque, desde que la concebí, me di permiso de repasar temas inconexos, experiencias personales y de entablar reflexiones que quizá crucen las fronteras de los saberes que me conforman. Así que, vuelvo a la deriva, con la única intención de reencauzarme.
En diciembre de 2021 escribí mi última colaboración del año en este generoso espacio. Necesitaba replegarme para encontrar otros focos de inspiración, retomar intereses y reorientar reflexiones. En ese texto, “La caza”, hacía una analogía entre esa actividad y la de la escritura: por momentos, cuando la idea, como la presa, se pone esquiva, es necesario hacer un alto, mirar al horizonte y no dejarse abrumar por su extensión. Habrá otra presa, en todo caso; solamente hay que saber asediarla y obtenerla. En mi caso, estos meses han servido de incubación y de autoobservación, así como también, de campo de cultivo para encontrar nuevos recursos de análisis para seguir tratando de abordar viejos problemas.
Uno de estos viejos problemas es el de la existencia actual de los museos nacionales. En un coloquio interinstitucional que organizaron los estudiantes de la Maestría en Estudios de Arte de la IBERO y los de la Maestría en Historia del Arte de la UNAM, tuve oportunidad de participar como comentarista de una mesa en donde se hacía evidente una preocupación que no existía, o que no habíamos delimitado correctamente, durante todos los años que trabajé en museos nacionales: ¿es ético y/o necesario seguir manteniendo narrativas homologadoras y, por lo consiguiente, que aplasten cualquier posibilidad de diferencia? Me explico con ayuda de Yásnaya Aguilar, quien enfoca el problema desde la arena de los derechos lingüísticos: “La existencia de más lenguas contradice el discurso nacionalista y por eso podemos constatar que en la mayoría de los casos los estados emprendieron, sobre todo durante el siglo XX, políticas lingüísticas concretas para desaparecer las lenguas distintas a las utilizadas para redactar sus constituciones” (El nacionalismo y la diversidad lingüística, p. 47) Esto quiere decir que, al igual que la existencia de múltiples naciones dentro de un Estado nacional atenta contra su identidad construida a punta de aplanadora e invisibilizar las lenguas de esas naciones es amputar la posibilidad de realización cultural de los individuos que las hablan, los museos nacionales, comenzando por el ínclito Museo Nacional (así, con mayúsculas), fundado en 1825, son resultado de un proceso (por demás, interesantísimo) de autocomprensión desde la necesidad de construir una identidad. Esa autocomprensión es de “alguien”, evidentemente. Los discursos de los recintos, la manera en que se agrupan y exhiben sus objetos, así como la asignación de sus respectivas vocaciones temporales, nos permiten hacer una especie de arqueología de cómo se ha constituido el Estado mexicano desde su propia representación cultural a lo largo de los siglos XIX, XX y XXI. La castellanización forzada de la que habla Yásnaya en su texto es equivalente a esa construcción de narrativas aplanadoras que, por ejemplo, heredaron una pobre visión de tres siglos de cultura floreciente; me refiero a la que se conformó en las diversas regiones de los reinos septentrionales americanos que pertenecieron a los mundos ibéricos; asimismo, esas narrativas aplanadoras contribuyeron a que todos los mexicanos buscáramos anclarnos en un origen común (de estas mitologías ya ha hablado abundantemente Tomás Pérez Vejo).
A lo que voy es que se siguen produciendo tesis de Museología en la ENCRyM. Los museos siguen siendo objeto de interés para reflexionar entre nuestros estudiantes de licenciatura, maestría y doctorado, pero ¿Realmente los museos nacionales tienen hoy una razón de ser, más allá de la aplastante construcción de metanarrativas en donde todos descendemos, somos y gustamos de lo mismo?
La lectura de la “Carta a una joven historiadora mixe”, escrita por Yásnaya Aguilar y recientemente publicada en Volver a contar. Escritores de América Latina en los archivos del Museo Británico (Barcelona, Hay Festival, Anagrama, 2022), me removió todas estas cuestiones. La carta, de la cual tuve noticia gracias a una estudiante de doctorado, está escrita desde el futuro, un futuro en el que ya no rige el mismo orden que conocemos y en donde los museos han sido destruidos. Desde el año 2173, la autora reflexiona en el carácter colonialista de estas instituciones, entonces extintas, al parecer, por una gran inundación mundial que, por supuesto, es consecuencia de no haber atendido las señales de alarma que ya representa el cambio climático. La autora habla de objetos, piezas de la vida cotidiana y cómo éstas fueron arrancadas de sus comunidades de origen para entronizarse en vitrinas y dejar de funcionar. También habla de cómo le parecía extraño que le dijeran indígena, si ella es mixe. Los objetos musealizados se convertían, en el antiguo orden, en trofeos del colonialismo. Sólo un gran desastre ecológico y sus consecuencias lograron desarticular esos contenedores de materialidades ajenas que, se entiende, sólo respondían al deseo de unos cuantos.
Y no me quiero ver ni apocalíptica ni iconoclasta, pero al conocer las reflexiones de Yásnaya en esta carta, me sentí parte de una comunidad explotadora de discursos. ¿Para qué? Para tener más visitantes… ¿Y luego? Soy una entusiasta consumidora de arte europeo occidental, me gusta. Me formé en la tradición que lo valora más que otros productos, pero aún siendo trabajadora de museos nacionales, en varios momentos me di de cabeza contra el muro que plantea la pregunta “¿a quién le sirve lo que hacemos?” Por supuesto que entiendo que un museo no sirve a todas las audiencias (como era la aspiración de los museos nacionales) pero, si ya sabemos esto y si ya también sabemos que es necesario dar espacio a la narración de otras historias, con otras voces y en otras lenguas para dejar de vernos un ombligo ficticio, ¿cómo vamos a pedir, como ciudadanía, que los discursos anquilosados de los museos nacionales se reorienten sin atentar contra su “sagrada vocación”?
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