La forma en que las personas se relacionan está íntimamente vinculada con la espiritualidad. De hecho, la espiritualidad misma, toda, está conectada a la realidad material con todas las complicaciones y expectativas que esto conlleva.
La capacidad de relación y el establecimiento de vínculos, de suyo, son espontáneas, naturales y eficientes en toda la creación porque trabajan por un programa o instinto dado para que toda la estructura funcione. En el caso del ser humano requieren de la intención y la voluntad individual, es decir, es un proceso consciente que se juega en tres ejes fundamentales: la conexión vertical, el vínculo horizontal y el contacto con uno mismo. Cada uno de ellos mantiene sus propias características y dificultades y, si bien, se condicionan mutuamente, también se libran independientemente.
A la conexión vertical corresponde la relación con el mundo espiritual, un plano considerado superior, algo etéreo, poco claro y que diferentes tradiciones o religiones explican desde sus propias comprensiones. Este horizonte da orientación, sentido y dirección en lo cotidiano; certeza en la incertidumbre, fortaleza en la adversidad y consuelo frente al dolor. Es el vínculo que siempre ha estado relacionado con la espiritualidad y que en ocasiones se entiende erróneamente como oposición al mundo material al que puede llegar a considerar incluso como enemigo.
El contacto con uno mismo requiere profundidad, valor, aceptación y una importante dosis de humor frente al error y durante la auto-evaluación. Implica un reto reconocido desde la antigüedad, vinculado estrechamente con la sabiduría y establecido como una necesidad fundamental para fluir adecuadamente ante los desafíos que implican la existencia.
El vínculo horizontal está relacionado con todo aquello que rodea a la persona y que se encuentra en la misma dimensión en la que está existiendo. Esta vía incluye a todos los seres humanos, los animales, las cosas, las situaciones, etcétera que suceden en su entorno. Es decir, todo aquello que se manifiesta alrededor de su existencia y que no corresponde a su mismidad ni a la divinidad.
Así, la capacidad de relación humana es posible con todos y con todo aquello que se aproxime a su entorno; sin embargo, ésta suele estar condicionadas por prejuicios, expectativas y experiencias previas que entorpecen, alteran o impiden sus procesos fluida, realista y armónicamente. Estas complicaciones se originan al privilegiar la idea sobre la realidad tanto de lo otro y los otros por un lado como y, por el otro, al confundir la dirección y el sentido del vínculo. Ambos aspectos actúan simultánea y perfectamente interrelacionados y se manifiestan como apegos, expectativas y aversiones.
En el primer caso, la idea de lo otro y los otros, sólo es eso, una idea que por perfecta o nefasta que se tenga impide ver las posibilidades, los límites y los riesgos reales que de suyo encierra. Este error puede generar un gran riesgo, una considerable cuota de dolor o una pérdida de oportunidad al impedir el contacto con su propia realidad.
En el segundo, al confundir el sentido y la dirección del vínculo la persona inhabilita su propio poder, capacidad y orientación, se coloca a merced de las, los y lo demás e inhibe la posibilidad de reaccionar a tiempo para garantizar una existencia plena y construir su propio destino.
Independientemente de los deseos y las ideas, la realidad es lo que es, y los otros son lo que son. Reconocer, aceptar y adaptarse conscientemente es la tarea humana. Una posibilidad ya dada en potencia, pero que tiene que ser descubierta y puesta en práctica. Una habilidad que cuando se conecta con el vínculo espiritual, como sea que se comprenda, permite descubrir la grandeza humana y de toda la existencia.
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