“El espíritu o la mente, como le llamamos, es en el que radica el consejo y gobierno de la vida, es una parte del cuerpo, no menos que la mano, el pie o los ojos”. Afirma Lucrecio en su poema filosófico La Naturaleza de las Cosas. Asegura que el alma está “en todo el cuerpo, en cada uno de nuestros órganos y significa la vida misma”. Aristóteles tiene una idea similar, es el “ánima”, “la forma del alma es el cuerpo mismo, y no pueden estar separados”. Hemos creado esas figuras metafóricas para nombrar y reconocer funciones de nuestro ser que van más allá del utilitarismo productivo y de sobrevivencia inmediata.
El espíritu es la mente y el alma el cuerpo, uno es racional y otro sensorial, esas dos figuras dimensionan que los seres humanos no somos un costal de carne y huesos, que tenemos emociones y deseos, pasiones y desilusiones, que creemos en algo y que existe en nosotros una fuerza inexplicable que nos obliga a crear, a imaginar, y a tratar de hacer realidad esos pensamientos.
El arte es una respuesta a la existencia del espíritu y del alma, en su unión con el cuerpo. Esa manifestación se expande en obras que son inútiles, que únicamente existen para el placer de nuestro ser, es una necesidad de nuestra inteligencia y emociones. La necesidad es el simple estar en el arte, en la creación y la contemplación. El espíritu exige espacio y el arte da ese espacio.
Entonces sucede el prodigio: el diálogo interno. Podemos hablar con nosotros mismos, los pensamientos dejan de ser respuesta a las nimiedades cotidianas, y son para conocer nuestro ser, ese que está creando. El silencio, la soledad, el vacío se abre y es obligado entrar en él, estamos con nuestro ser, eso ocupa el tiempo y el espacio.
La creación se convierte en una meditación, no es un trabajo utilitario, la mente se transforma, y habla en otro lenguaje, su idioma es color, música, movimiento, la misma palabra tiene otro ritmo, otra sonoridad, la forma escrita es forma poética, la realidad es ficción. La disciplina artística, el método de hacer reúne espíritu, alma y cuerpo, hace que la razón, sensaciones y sentimientos sean potencia, ímpetu creador.
Los eremitas quietistas meditaban en su espíritu, en la comunicación de su ser con una paz superior, decían que el aislamiento y el silencio les daba espacio “para habar con su propio corazón”, ese espacio es el que requiere el arte, para hablar con la obra, con la creación. El diálogo es el hacer, es un fluir silencioso, sensorial, racional, que navega en el tiempo, sin tiempo.
La creación no es una demostración de habilidades. Es un espacio de libertad en medio de la estorbosa masa de eventos de la cotidianeidad, es el vacío que da lugar a nuestro ser. La creación es silencio en medio del ruido, es un caos armónico del que surgirá algo que cambiará un instante la realidad. Ese gozo puede ser inspiración, epifanía o en la contemplación ser síndrome de Stendhal, marca nuestra vida y nos ayuda a descifrar el misterio de quiénes somos.
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