Durante los últimos días, he seguido con mucha atención el debate en torno a la modificación al artículo décimo tercero transitorio del decreto por el que se reforma la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, en el cual se autoriza que el periodo de su actual presidente, así como de los consejeros de la Judicatura, se extienda por dos años más de los que estatuye nuestra Constitución Política.
El debate ha versado en dos vertientes: una jurídico-constitucional y otra política.
En el primer caso precisan que se atenta contra un concepto constitucional pues el quinto párrafo del artículo 97 precisa que “cada cuatro años el Pleno elegirá de entre sus miembros al presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el cual no podrá ser reelecto para el periodo inmediato posterior”. Asimismo, por lo que hace a los Consejeros de la Judicatura, el quinto párrafo del artículo 100 precisa que “salvo el Presidente del Consejo, los demás Consejeros durarán cinco años en su cargo, serán sustituidos de manera escalonada y no podrán ser nombrados para un nuevo periodo”.
De lo anterior se destacan dos aspectos: el primero que ambos cargos —Presidente y Consejeros— tienen una duración delimitada por el texto constitucional y, el segundo, que no puede reelegirse, de inmediato, para un periodo consecutivo. El texto del artículo transitorio controvertido incrementa la duración del periodo de ambos cargos, lo que es —a todas luces— un mecanismo para burlar la restricción constitucional respecto a la reelección; sin embargo, no tiene forma de justificar, puntual y objetivamente, la necesidad de extender el ejercicio del cargo de personas específicas, como lo establece el texto del citado artículo transitorio, pues de esa forma no sólo se viola la necesaria objetividad y universalidad con la que deben contar las normas jurídicas, además se conceden, desde el texto legal, virtudes únicas e indispensables a personas que no han sido evaluadas objetivamente en el ejercicio de sus funciones y que pudiera servir de base para una determinación de esta naturaleza. Además se trastocan los principios de objetividad y universalidad a las que está obligada la norma jurídica por propia naturaleza.
El debate político se circunscribe, esencialmente, a los fines mediatos e inmediatos que se persiguen con este artilugio legal. Se conjeturan una infinidad de teorías que giran en torno a los fines de la evidente intentona de perpetuación en el ejercicio del poder público, pero la que más predomina es que existe la intención del actual titular del Ejecutivo Federal para mantenerse al frente de las instituciones gubernamentales nacionales. Ciertamente esto se mantiene en el ámbito de la especulación, aunque sigue latente en los pasillos del poder público, cual presencia inmaterial que acompaña todas y cada una de las acciones gubernamentales.
El fantasma de la perpetuación en el poder existe desde que México es independiente. La historia da cuenta de momentos en que se logró materializar y sus perniciosos efectos en el bienestar y desarrollo del país. Afortunadamente, en el último siglo, cualquier intentona en de este tipo, basada en las megalomanías exacerbadas de los dirigentes, así como en el zalamerismo de sus seguidores, ha encontrado su freno en la invariable voluntad del pueblo por preservar el principio revolucionario de “No Reelección”, que se materializa en la vida institucional del gobierno mexicano que, pese a todo, se ha mantenido firme como el último reducto de patriotismo que nos ha impedido caer en la suerte de dictaduras bananeras.
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