Decir que sí es siempre más sencillo que dar una respuesta negativa. Oponerse, establecer un límite, exigir argumentos sólidos de la contraparte al entrar a un debate, no prestarse para soluciones cortoplacistas, disentir de la retórica de las redes sociales, nada de eso resulta sencillo en estos tiempos. De hecho, pareciera que toda fórmula que apele a una discusión profunda y que proponga poner a las ideas por encima de las opiniones es una actitud “políticamente incorrecta”.
No son fáciles estos días para el pensamiento propio. Lo que hoy manda es la fundamentación afectiva. La retórica de lo sentido y anhelado como verdad cierta, ha ido acorralando al diálogo y, con ello, pese a toda la globalización de la que somos parte, el fundamentalismo y la intolerancia se han establecido como posiciones válidas, imponiendo desde sus respectivos púlpitos una lógica cada vez más reduccionista y arbitraria. Sumarse, entonces, al discurso y consignas de la mayoría resulta el camino más cómodo y seguro por el que podemos transitar, pero así también el más pusilánime posible.
Dudar de uno mismo, de lo que se declara, se dice y escribe, es una opción siempre riesgosa, pero necesaria, si se quiere elegir con libertad y responsabilidad la forma en que se vive el presente y se construye el futuro. El disenso es la sana práctica en que la duda se valida y el libre albedrío en verdad se ejerce. La discrepancia con el otro, e incluso con nuestras ideas y acciones del pasado, fortalecen el debate y hacen del aprendizaje una posibilidad real de mejora continua.