Históricamente los gobiernos, las organizaciones y los individuos se han desempeñado como factores de cambio en la vida cotidiana. A raíz de las nuevas dinámicas que implica el cumplimiento de los tratados internacionales, el acceso a nuevos sectores del mercado y el progreso de la comunidad en general, daré un vistazo a un concepto bien conocido en el medio empresarial, estoy hablando de la responsabilidad social.
Para comenzar, ¿qué es la sociedad? Según la RAE, se trata de un “conjunto de personas, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes”. A continuación, el término responsabilidad es “la obligación de reparar y satisfacer a consecuencia de un delito, de una culpa o de otra causa legal”. Si leemos entre líneas, hallaremos en estas definiciones la afirmación aristotélica de que “el hombre es un animal político”, es decir, un ser capaz de crear sociedades y regirse por leyes.
En 1953, el economista Howard Bowen delimitó el término responsabilidad social empresarial como “las obligaciones de los empresarios de seguir esas políticas […] que son deseables en términos de los objetivos y valores de nuestra sociedad”; por su parte, Fabián Rábago, conferencista enfocado en el área de Capital Humano, lo interpreta como “regresar un poco a la sociedad de lo mucho que nos da”. Ambas visiones parten del compromiso inculcado a través de temas fundamentales como los derechos humanos, las prácticas laborales justas y el desarrollo de la comunidad. Dicho ejercicio de participación se maneja en dos niveles, empresarial e individual, y los beneficios se reflejan en el sentido de productividad, bienestar y conciencia social.

No obstante, la naturaleza de la responsabilidad social no es axiomática, prueba de ello es la distribución de la riqueza, la explotación de los recursos naturales y la extinción masiva de especies.
En la práctica, ningún sello distintivo tiene la capacidad de garantizar un cambio sustancial, si los gobiernos, las empresas y la sociedad actuales se resisten a emplear el desarrollo sostenible como centro de sus estrategias de negocios. Tomemos el caso de Estado Unidos, el cual abandonó momentáneamente el “Acuerdo de París” durante el gobierno de Donald Trump, a pesar de que lidera la lista de los países más contaminantes del mundo, junto con la India, Rusia y China.
Ante este panorama, la creencia popular de que “el cambio está en uno mismo” difiere de la realidad. En otras palabras, dejar de usar popotes no detendrá la tala ilegal en el Amazonia; ahorrar agua de la llave no compensará la explotación de los mantos acuíferos; ni los paneles solares en casa revertirán la contaminación por hidrocarburos.

Hoy en día, la responsabilidad social se ha transformado en una herramienta para expiar culpas. Sin embargo, los beneficios de ponerla en práctica pueden ir más allá de una buena reputación y la probidad administrativa.
Si para las empresas el incentivo es la atracción de inversionistas y la reducción de costes, éstas deben de priorizar a los trabajadores; si para los gobiernos el ideal es la competencia económica y la cohesión social, estos han de preservar el medio ambiente y el bienestar (físico y emocional) de sus ciudadanos; y si para los individuos la meta es el patrimonio para las futuras generaciones, lo indicado es, desde un punto de vista ético, reflexionar las consecuencias de sus acciones. Hoy en día se deben concentrar esfuerzos en tres ejes: economía, sociedad y medio ambiente.

Más que un asunto de mercadotecnia, la ética y la integridad tienen que procurarse como valores no negociables, de lo contrario, llegaremos a un punto de no retorno en el que la corrupción, la desigualdad y la indiferencia se normalicen. Por estas razones, la responsabilidad, así como los beneficios, es necesario compartirlos entre el gobierno, las empresas y los individuos.
Sólo cuando el gobierno y las empresas comprendan que la riqueza es proporcional al compromiso que ellas sostienen con los individuos que los conforman, en ese instante la responsabilidad social se volverá el vector de sus operaciones.