El ser humano, un eterno viajero, ha sido nómada desde su génesis. Se establece temporalmente solo para tomar respiro, antes de lanzarse en busca de nuevos horizontes. Cada viaje está impregnado de una amplia gama de emociones y lo desconocido es parte integral de la motivación. Incluso en la actualidad, en cada exploración, la humanidad pone en riesgo su supervivencia y perpetuidad como especie. Las equivocaciones conllevan el peligro de la extinción.
A lo largo de nuestro proceso evolutivo, los seres humanos hemos desarrollado una gran capacidad para evaluar el nivel de exposición al riesgo en cada aventura, lo cual determina el éxito de nuestra especie. No obstante, cuando esta evaluación falla, el resultado es un fracaso.
En cada travesía, lo primero que planteamos es el destino del viaje, el objetivo que se persigue. Solo al alcanzarlo, podemos afirmar que la jornada ha concluido exitosamente. Esta declaración es de vital importancia, debe ser; clara, medible, alcanzable y verificable. De lo contrario, solo quedará como otra fantasía en el catálogo de novelas. Hoy en día, existen diversas figuras para los nómadas modernos, que van más allá de la concepción original de explorar espacios desconocidos. Estas figuras incluyen la gestión de empresas, familias, investigaciones, organizaciones, sociedades y gobiernos. Cada aventura en el conocimiento, la toma de decisiones o el liderazgo constituye un gran viaje. De hecho, la vida misma es el viaje más grande de todos.
En todas las aventuras, es imperativo definir el destino del viaje. En cada una de estas odiseas, debemos establecer el rumbo, de lo contrario, no sabremos si hemos llegado, si hemos concluido con éxito. Y cuando el viaje se realiza acompañado, la responsabilidad crece, porque el destino se vuelve compartido.
Si el viaje se realiza sin concierto ni orden, se pone en riesgo todo y a todos.
Imaginemos una aventura marítima: un barco sólido, una tripulación variopinta, un capitán carismático y grandes esperanzas. Sin un rumbo definido, será simplemente un paseo que durará hasta que nos adentremos en aguas profundas. Perderemos de vista el faro y deberemos recurrir a nuestros conocimientos e instrumentos para orientarnos. Las olas serán más altas y el vaivén más pronunciado. Aun así, en estas aguas, el barco se mantendrá firme y la tripulación cumplirá con sus asignaciones avanzando sin cesar. Con el tiempo, los vientos fuertes, las nubes oscuras, las corrientes marinas y las olas desafiantes llegarán. El barco empezará a crujir y las cuerdas a chirriar, la tripulación se inquietará y buscará instrucciones precisas. Todos esperan una voz resonante que los oriente y asegure su paso. A medida que la tormenta se intensifica, incluso los más valientes vacilarán y derramarán lágrimas. El liderazgo debe ser firme y confiable, brindando certeza y confianza para resistir y avanzar. Es en estos momentos previos a la calma y la llegada al puerto donde se aprecia la destreza del capitán, la habilidad de los marineros y el conocimiento para ejecutar las órdenes adecuadas. Si se cumplen estos requisitos, se saldrá indemne de la tormenta; de lo contrario, la angustia se apoderará de todos.
Pero sin un destino, solo la suerte evitará la tragedia. El mar es un cementerio de naves y proyectos fallidos que tomaron rumbos equivocados o se basaron en sueños infundados. El resultado final de todos ellos fue descender al fondo del mar.
Somos capitanes de nuestras naves y tenemos a nuestro cargo una nave y tripulación. Certeza, conocimiento, prudencia y confianza se espera de nuestro mando. Hagámoslo valer y seamos dignos de ese lugar en el puente de mando. Porque los falsos capitanes, aquellos que no cuidan su nave y tripulación, solo arrastran sus destinos y el de su barco a un viaje a la deriva.
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