Viví en Cuba dos años, yo era casi un niño y la revolución una adolescente que entusiasmaba y apasionaba a millones. Eran tiempos de Guerra Fría y utopías; de ilusiones y sueños que tejíamos en tardes de brisa tibia y canciones que hacían sentido en nuestros cerebros y que impulsaban a nuestros corazones a ser valientes, generosos y solidarios.
Tengo los más bellos recuerdos del paisaje cubano, de su gente, de sus colores y su alegría. Pero también rememoro con tristeza el desengaño que larvadamente circulaba, ya entonces, como un murmullo por las calles y barrios de La Habana. Viví en Cuba y quise creer. A sugerencia de mis padres, elegí ir a la escuela pública de mi barrio, en lugar de estudiar en el colegio diplomático que me correspondía. Los fines de semana fui a frecuentemente a “La granja”, allí tuve clases de marxismo y artes bélicas. Comprendí demasiado temprano la lógica del enemigo y de la guerra revolucionaria.
Elegí tener una inmersión total en la Cuba de comienzos de los setenta. Cuando no iba a los entrenamientos de fin de semana, pasaba esos días en casa de una familia que me trataba como uno de sus hijos. Tuve buenos amigos e hice vida cotidiana, fui a la bodega y usé la libreta de racionamiento que obligaba el bloqueo; conocí por dentro los CDR (Comités de defensa de la revolución) y su estructura fisgona y delatora. }


Yo venía de la China de Mao y de los últimos estertores de la Revolución Cultural que hacía asolado a ese país. A partir de ello, en mi lógica de niño, el gobierno cubano me parecía un régimen firme y duro, pero necesario frente “al imperialismo yanqui”. Inicialmente Cuba me resultó mucho más cercana y comprensible en su discurso y doctrina; además, digamos las cosas como son, disfruté, de los privilegios de la casta revolucionaria cubana. Pero muy pronto la experiencia y la ilusión socialista se me empezó a difuminar. Constatar en vivo y en directo que siempre hay “unos más iguales que otros”, y ser yo parte de los “más iguales”; ser testigo de la censura del régimen, de la persecución a disidentes y homosexuales que eran encerrados en los “hospitales” que había cerca del aeropuerto José Martí; constatar en forma personal la injusticia, la arbitrariedad, el espionaje y la separación forzosa de familias cuyo único pecado era pensar distinto. Viví en una sociedad que “normalizaba” juicios sumarios, cárcel y fusilamientos en nombre del pueblo.
Posteriormente, todo lo anterior se me hizo aún mucho más patente en mis diez y ocho meses de residencia en la RDA. Por aquellos días la Stasi (policía política del régimen) y la ex-Gestapo compartían agentes al borde de la jubilación. Mi recuerdo de esa Alemania es esencialmente el de una trenza entre nazismo y comunismo que no terminaba de desanudarse.
Conocí y viví por dentro tres socialismos reales y luego de un paso de cinco años por una Venezuela que ya no existe, aterricé en la dictadura de Pinochet. Completé así mis “estudios vivenciales avanzados” de tiranías, atropellos a los derechos humanos, persecución política y miseria moral de izquierda y derecha.
Esa escuela me ha permitido, desde entonces, no perderme ni un minuto y reconocer en la democracia liberal la mejor fórmula de gobierno que, a punta de ensayo y error, ha resultado ser la base del desarrollo y crecimiento social, económico y político de buena parte de los países del mundo.


Entendiendo que cada experiencia humana es única e intransferible, se hace difícil entender cómo la renovación de la política latinoamericana se pretende hacer de la mano de una doctrina fracasada en lo económico y causante, al igual que el nazismo y el fascismo, de las peores crueldades del siglo XX. Asombra que, en Chile, un líder a todas luces populista, antisemita y, solapadamente, misógino, pretenda ser presidente.
En las últimas décadas buena parte de los políticos del orbe se han bien ganado su desprestigio; pero no nos confundamos, lo que necesitamos son más y mejores democracias, no una nueva camada de tiranos que vengan a acompañar a Ortega, Maduro y Díaz-Canel en sus reinados de corrupción, abuso y narcopolítica.
Por cierto, nunca más volví a Cuba, elegí solidarizar, con mis amigos de infancia, que salieron años después en el éxodo del Mariel en 1980 y que nunca más pudieron volver a su patria, antes que ser un turista curioso por conocer la revolución. Ese cuento lo conozco demasiado bien.