El peso del escándalo Watergate aún lastra la política de Estados Unidos y su concepción de democracia. Más allá del mito en torno a “dos periodistas contra el poder” y del “triunfo del sistema” la investigación de Carl Bernstein y Bob Woodward reveló que sólo el periodismo de investigación fue capaz de atrapar, con las manos en la masa, a un presidente de la superpotencia a 200 años de su vida republicana.
Nadie esperaba que la madrugada del 17 de julio de 1972 marcara un hito en la política estadunidense hasta nuestros días. Esa fecha, cinco agentes al servicio del presidente fueron capturados en el edificio Watergate, sede del Comité Demócrata.
“Nos contrataron para evitar filtraciones, somos plomeros, es decir, agentes especiales encubiertos” confesó uno de ellos. La pesquisa que siguió obligó a Richard Nixon a dimitir casi dos años después, el 8 de agosto de 1974.
El mérito de The Washington Post y sus célebres periodistas, fue haber realizado la más amplia y rigurosa cobertura periodística del caso. Su rastreo día con día fue, es y será, un acicate para reporteros ávidos de escudriñar un asunto de forma exhaustiva y rigurosa, en proceso lento y penoso, pero siempre exitoso.

Bernstein y Woodward mostraron cómo, construir sus fuentes y alentar a sus entrevistados en un delicado contexto político. Además, ganar la confianza de sus informantes; como Garganta Profunda –Mark Felt, número dos del FBI– cuya identidad se comprometieron a ocultar. Sería él mismo, quien 33 años después reveló en Vanity Fair su rol en el asunto y sus razones.
A la par, el Caso Watergate exhibió que el rico fruto del derecho a la información se produce con voluntad de los directivos del medio y la buena relación entre reporteros y editores. Sólo un experimentado Ben Bradlee respaldó a sus periodistas y les exigió rigor en el trabajo, mientras él enfrentaba la presión de cúpulas políticas y accionistas del Post.
A medio siglo, otra lección de Watergate es que reveló a los estadunidenses y al mundo que la democracia debe ser capaz de impulsar un trabajo periodístico honesto, explica Raquel Ramos de la Universidad de Piura. Por ello que aún hoy, millones de comunicadores en el planeta recurren al sufijo ‘gate’ para designar los casos de corrupción y abusos que denuncian.
A los periodistas sólo los salva su trabajo. Y sólo es prerrogativa de los ciudadanos decidir qué periodismo quieren, no así del poder político; si para informar deben mantener relaciones pro-fe-sio-na-les con políticos, así deben evidenciarlo sus reportajes.
Tal como el principio que se ha marcado The New York Times “Be first, but first be right”, el periodismo que cubre los escándalos del poder debe ser transparente, comprobable e, incluso, estar abierto a la crítica. Hoy como en los artículos de Bernstein y Woodward, se debe responder a las preguntas inteligentes que se hacen mujeres y hombres sobre la actuación de su gobierno.
Bernstein y Woodward debían comprobar a sus editores, lectores y ciudadanos en general que el presidente de la superpotencia mundial había abusado del poder constitucional. Así, ambos probaron: 1) Que Nixon usaba fondos destinados a su reelección para espiar a oponentes políticos; 2) Que el caso Watergate no fue una excepción; 3) Que un Nixon paranoico coordinó el espionaje a sus adversarios desde instituciones estratégicas como el FBI, la CIA y hasta el Departamento de Hacienda; 4) Que Gerald Ford no quiso llevar a Nixon ante la justicia y, finalmente 4) Que el escándalo mostró que el periodista comprometido con la verdad en su trabajo, pone ante un dilema a los poderosos.

Ese poder, que Nixon desplegó, le ganó el mote de Tricky Dicky (Ricardito el Tramposo). Así lo bautizó su exrival electoral, Helen G. Douglas, en reproche porque él se valía de todo para eliminar a sus adversarios: desde desacreditarlos, insultarlos, tergiversar su vida privada hasta buscarles pasados turbios. Al negarse a entregar al Tribunal Supremo las cintas secretas de sus escuchas, Tricky Dicky caminó hacia su dimisión.
Como sus antecesores y predecesores, Nixon no fue el único en usar el aparato de Estado contra rivales políticos. En mayo de 2013, se evidenció que el Servicio de Impuestos Internos (IRS) mantenía una fuerte discriminación contra organismos republicanos, recordaba Javier Moncayo en La Vanguardia.
Y cuando apenas se digería esa mala noticia para la democracia, un mes después, el 6 de junio, los estadunidenses conocían que el gobierno espiaba sus llamadas telefónicas, mensajes por correo y en redes sociales.
El excontratista de la CIA, Edward Snowden, filtró a la prensa internacional 1.7 millones de documentos secretos de las escuchas privadas de las agencias de inteligencia de Estados Unidos con la red Five Eyes (Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y Washington mismo) que interceptaron teléfonos de la presidenta de Brasil, el presidente de México y funcionarios de Naciones Unidas.
The Guardian, The New York Times, The Washington Post, O Globo, L’Espresso, Handelsblad, Dagbladet, Canadian Broadcasting Corporation, Le Monde, El País, La Jornada y otros medios publicaron de forma concurrente esa revelación. A su vez, organizaciones humanitarias pidieron a Barack Obama proteger a Snowden; lo que no prosperó y el filtrador se exilió.
Hoy, en 2022, abundan las falsas noticias, ataques informáticos y las plataformas digitales deciden qué mensaje del usuario publican o no. Aún así, los ciudadanos saben que quieren un periodismo que respete la heterogeneidad de las audiencias; y como sostiene Roy William Cobby: es imprescindible mantener el ángulo político en el acceso a la información. Ése, en nuestra opinión, es el gran legado del Caso Watergate.
Como siempre un gran análisis de parte de la maestra Nydia Egremy.