Tiempos de elecciones
Sara Baz

La deriva de los tiempos

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Toda elección implica una búsqueda más allá, pero también, una decisión que hay que defender.

Lectura: ( Palabras)

Toda elección implica dejar afuera un sinnúmero de opciones. Lo que pudo ser, o pudo representarme mejor, pero no alcanzó la mayoría de votos, o simplemente, no existió como opción. Toda elección implica una búsqueda más allá, pero también, una decisión que hay que defender. Hace poco y previamente a la marcha del domingo 13 a favor del Instituto Nacional Electoral, escuchaba en radio que quizá no hemos sabido transmitir a los más jóvenes por qué es importante defender la autonomía de las instituciones. Parece sencillo cuando se nace en una época en la que ya “todo está dado” obviar o, en dado caso, plantearse por qué no se podría hacer un cambio.

La cosa es que, en México, quienes nacieron en el segundo milenio seguramente tienen pocas referencias de lo que implicaba la “ceremonia” de ir a votar cada seis años. Una ceremonia de lo inútil porque ya todo mundo sabía que iba a ganar el “destapado” por el presidente en turno. Y ni qué decir del porcentaje de abstencionismo en las elecciones no presidenciales. Claro, en estas apreciaciones es fundamental entender que cada quien vio el espectáculo desde donde estaba sentado, desde la poca o mucha participación cívica de su familia, desde la perspectiva del voto como una obligación cívica o como un mero trámite.

Chavos, soy de una generación en la que no se atisbaba ninguna otra posibilidad más que nos gobernara el PRI. Y no, no eran buenos gobiernos. Crecí en décadas en las que enlataban las películas que no le gustaban a Gobernación y que censuraba la RTC, crecí con videocasetes Beta con documentales grabados por el Canal 6 de Julio (fecha en que tradicionalmente han sido las elecciones). Me tocó vivir un 1994 que se abrió paso con un levantamiento zapatista y miren que el año dio para bastante, pues el 23 de marzo fue asesinado Luis Donaldo Colosio.

Justamente, me tocó ejercer mi derecho al voto por primera vez en ese año. Fui observadora ciudadana, me fui a entregar las urnas con el resto de los fiscalizadores y me sentí desesperanzada porque no pude ver todavía la transición. En la siguiente elección me desquité, fui feliz unos tres meses y de nuevo, me decepcioné.

A lo largo de los años, mi relación con la democracia ha sido fluctuante, crítica, descorazonadora, escéptica pero, al final, una relación que implica la ferviente creencia en que no debemos dejar todo en manos del Ejecutivo. La autonomía de la CNDH se fue al caño al nombrar a Rosario Piedra Ibarra; nada sano se obtiene de un gobierno totalitario. En 1990 se creó el Tribunal Federal Electoral con el fin de garantizar la imparcialidad y la legitimidad de los procesos electorales a partir de las resoluciones de sus consejeros.

La idea de que un gobierno pretenda “limpiar” a una institución autónoma para que no haya consejeros sin “vocación democrática y de inobjetable honestidad” (https://politica.expansion.mx/mexico/2022/03/31/como-se-elige-consejeros-ine), a mi parecer y con conocimiento básico que cualquier ciudadano(a) puede tener de la Constitución, es abrumadoramente absurda y obviamente sesgada hacia una centralización cada vez más insoportable de las decisiones.

Todo este preámbulo es para relatar mi experiencia como participante en la marcha del 13 de noviembre y para contextualizar mi reacción poco favorable a la propuesta del Ejecutivo de marchar (en una especie de competencia pueril) al Zócalo el 27 de noviembre. Desde luego que cada quien es muy libre de participar en la manifestación que quiera, pero la convocatoria, así de botepronto, suena a esfuerzo empecinado por minimizar o seguir minimizando (recuerden las fotos de la marcha del 13 y las “cuentas” medio espulgadas que dieron en la mañanera del lunes 14) una acción derivada del interés de la población civil a la que, desde luego, se subió todo género de actores políticos como Santiago Creel, Margarita Zavala o Alito Moreno, bastante vigilado por cierto y a juzgar por brillantes pancartas que portaban algunos ciudadanos.

Yo no pude adquirir ni hacer mi parafernalia, no pude tampoco gritar consignas porque estaba enferma, sólo pude escuchar, caminar y aplaudir. Me pareció una jornada brillante, libre, plural (pese a las invectivas presidenciales), fresca. Me alegró mucho ver a familias completas, con todo y perros, hacer un ejercicio de participación festiva y comprometida. Eran tan pocas y tan absurdas las actitudes provocadoras que prefiero no darles espacio en mi relato.

Pero fue tan esperanzador ver a los jóvenes involucrados, que me sentí en la obligación de recuperar esa esperanza en este escrito. Me emocioné al ver tantas pancartas llamando a no hacer caso de la polarización que tan bien le cae como estrategia a López Obrador, a hacer de lado las etiquetas de clase que, sin ninguna base ni conocimiento, nos ponen en las mañaneras y a defender la autonomía de un instituto como el INE, de presupuesto ahorcado, como otras muchas instituciones, pero tan necesaria ahora como desde 1990.

Me quedé con una gripa que me tiró días, pero también con la convicción de que sí, algunos papás están haciendo bien su chamba y quizá algunos maestros también, al explicarle a los más jóvenes cómo era vivir antes de la transición democrática y cómo debe ser ahora. Estamos ya en tiempos de elecciones, no sólo políticas sino de todo tipo. Y podemos elegir marcar nuestras exigencias como ciudadanía y no dejarnos intimidar por discursos divisorios que, ya vimos, no nos conducen a nada.

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