Sabía que si volvía a beber moriría. Había conseguido con la ayuda de su ex esposa, aguantar todo un año sin probar siquiera una sola gota de alcohol. Antes, con tan sólo una cerveza se abría la garganta sin fondo que podía prolongar durante días la borrachera. Neto se encontraba en un dilema. Él, que en el último año buscaba en sus recorridos más cotidianos hacia el trabajo evitar las calles con tabernas porque, pese a ir en el coche no podía sustraerse a sus encantos a la hora que fuera, tenía que tomar una decisión.
Esa tarde se presentaba tenebrosa ya que sus propios compañeros de oficina, sabedores de su problema con el alcohol, habían decidido organizarle una celebración por lo bien que se estaba portando. Sabía él que en esa fiesta correría el alcohol y por lo mismo, por el miedo que esto le producía, había pensado en no asistir. Empero, él no quería incomodar a sus compañeros haciéndoles el feo de no ir. Tampoco quería llevar a Cristina como apoyo, ya que le daba vergüenza presentarla en público por su gran ignorancia, así como por su excesiva frivolidad. De hecho, esa opción era impracticable porque no faltarían las lenguas maliciosas que dijeran que era ella quien lo mantenía a raya porque Neto era un mandilón, y eso sí que no podía soportarlo. Por otra parte, siempre le había costado decir no y de esa forma se había metido en numerosos problemas desde pequeño.
Todo había comenzado en Viena, años atrás. En aquella época, Neto era un joven diplomático que, pese a su corta edad, ya ejercía de Cónsul. Su esposa, Cristina, no lo había querido acompañar en el primer año de su estadía en Centroeuropa porque esperaba a su primer hijo y argumentaba que el desconocimiento del idioma podría ser una barrera en caso de necesitar cualquier ayuda. Era un pretexto y Neto lo sabía, porque él dominaba el inglés, el alemán y el francés perfectamente. Sin embargo, conocía también a Cristina y sabía que ella, por más que repelara de su propio país y ensalzara las virtudes de los del primer mundo cuando iban de vacaciones, no abandonaría jamás su tierra a la que paradójicamente consideraba el mejor sitio para vivir, sobre todo si se tenía dinero, como esperaba que Neto consiguiera en pocos años.
Ella creía firmemente que él, tras engalanar su currículum con algunos puestos en diversos países, volvería para meterse de lleno en la grilla y conseguiría, por lo menos, un escaño de diputado con lo que podrían empezar a llevar el nivel de vida que les correspondía como gente “decente” que eran y empezar a chupar del erario público, como lo hacían todos. Eso sin contar, que, desde esa plataforma, podría conocer a importantes personas con las que luego hacer negocios o, ya de perdido, sacar jugosas comisiones en concepto de corruptelas.
Sin embargo, Cristina no sabía que Neto despreciaba desde el fondo de su alma todo ese mundo y que de ninguna manera deseaba estar en un cargo en el que fuera el centro de atención de todo el mundo; quería desempeñar un discreto puesto secundario. Él amaba su trabajo y su mayor aspiración, en sus sueños, era ocupar el puesto de embajador ante la ONU. Sin embargo, pese a que por sus conocimientos, capacidades y contactos, ese sueño era difícil pero realizable, lo cierto era que tenía tan pobre imagen de sí mismo que no se consideraba capaz de ello. Todo lo bueno que le había ocurrido en sus treinta y tantos años de vida, incluso su matrimonio, era siempre, desde su perspectiva, un exceso generoso de la vida para con él. Nunca se merecía las cosas buenas a diferencia de las malas, que siempre eran producto de sus errores y meteduras de pata. Le gustaba atormentarse mentalmente de vez en cuando.
Siendo aún joven, Neto se encontró en la ciudad de los valses solo y con dinero. Si bien la vida ahí no era precisamente barata, él no carecía de nada después de pasarle una parte de su sueldo a Cristina, porque todos sus avituallamientos los conseguía del otro lado del Danubio, en la República comunista, donde todo estaba a precios regalados. De esta forma podía vivir a cuerpo de rey. Pese a ello, pronto empezó a echar de menos su país. No se acostumbraba a los manjares locales.
Debí haberme traído una maleta llena de salsas como me dijo mi compadre, pensaba al cabo de unos meses. Cuando Agustín se lo propuso, él afirmó con desdén que hacer tal cosa sólo era concebible en los nacos.
Por si fuera poco, su trabajo en el consulado se limitaba, las más de las veces, a firmar documentos ya redactados por sus secretarios y a hacer guardias inútiles en espera de llamadas de los de arriba.
También fue por aquellos años que Neto tomó la costumbre de consumir todo el cigarro sin echar una sola mota de ceniza al suelo. Al principio lo usaba como distracción y forma de consumir más lentamente el cigarro. En los primeros días le costaba, pero una vez que adquirió la pericia nunca más volvió a dejar que la ceniza se cayese antes de tiempo, ni siquiera en sus peores borracheras, cuando más le temblaba el pulso.
Los días se hacían largos y más en los meses invernales, en los que escaseaban las horas de luz. Para combatir la soledad y el aburrimiento, Neto empezó a beber los fines de semana e incluso algunas veces se llevaba al departamento a alguna prostituta. No sentía ningún remordimiento. Tan sólo estaba satisfaciendo sus necesidades vitales.
Ese año, en el que por primera vez un país latinoamericano iba a organizar una Olimpiada, Neto consiguió, a través de un alto funcionario, amigo suyo, entradas para el Estadio Olímpico, por lo que solicitó todas sus vacaciones de golpe. Además, el nacimiento de su hijo estaba previsto para mediados de noviembre, así que podría combinar perfectamente ambas cosas. Llegó a finales de septiembre, tras un vuelo con escalas en Londres y Nueva York. No acababa de acostumbrarse al cambio de horario, cuando se dirigió a la Secretaría de Relaciones Exteriores para pagar sus boletos y, de paso, renovar su pasaporte diplomático. Ese mismo día tomó la decisión de nunca más volver a representar a su país en el extranjero y abandonar todo cargo público.