La vida del ser humano está marcada por la inevitable interrelación con todo lo existente. En efecto, el aislamiento absoluto es algo que no ocurre, porque el mundo existe aún antes del nacimiento y permanece todavía después de la muerte, con todas las condiciones físicas y sociales que esto encierra. Estas coordenadas espacio-temporales entre las cuales corre la vida, condicionan que no determinan la historia personal, además de implicar una coexistencia inevitable.
La vinculación, entonces, es al mismo tiempo ineludible y opcional. Es ineludible porque la presencia de todo lo que rodea la existencia de una persona está allí, independientemente que lo registre conscientemente y elija establecer una relación intencional con esa realidad. Es opcional porque la conexión en algunos de los casos pasa por el reconocimiento de su presencia y por la intención de interactuar o negar el contacto de alguna manera con aquello o aquellos.
La vinculación con todo implica movimiento que aleja y acerca al mismo tiempo. Un intercambio que se juega en la frontera de contacto la cual cumple siempre una doble función: por un lado, separa para mantener la diferencia y defender los propios criterios, opciones y deseos; por el otro, es el único medio de acceso para mantener la relación. Así, la correcta percepción y defensa de la propia frontera es indispensable para transitar armónicamente por la vida, porque cuando el límite es muy lejano no hay comunicación, pero cuando está demasiado cerca invade, sofoca y oprime.
Las fronteras existenciales nunca son totalmente rígidas, siempre manejan cierta flexibilidad como el fluir de la vida misma, para adaptarse al devenir cronológico propio y ajeno, a los diferentes intereses, a las variadas expectativas, a las circunstancias emergentes, a los cambios del crecimiento personal y comunitario.
Para defender adecuadamente la propia frontera se necesita primero reconocerse con claridad, advertir quién se es para apuntalar la propia identidad con los argumentos que surgen de lo más profundo de la persona misma, más allá de las expectativas de otros y de los absurdos de las épocas, esto hace sólido y propio el fondo que sostiene la estructura personal. Ahora bien, la forma en que este límite se sustenta idealmente es suave, delicado, sutil cuando las circunstancias lo favorecen y lo permiten; en otras ocasiones es necesario endurecerlo de acuerdo con las circunstancias, cuando este límite se ignora o se violenta.
Advertir y respetar los límites ajenos implica también validar la existencia del otro y lo otro desde sí mismo y no desde las expectativas, fantasías e ilusiones propias. Es un ejercicio de reconocimiento, respeto, valor y tolerancia de su propia vida. Es descubrir la belleza que encierra y la necesidad de su presencia para enriquecer la totalidad de la existencia. Es superar la ignorancia que prevalece, es comprometerse con su bienestar, es contemplar la grandeza de la creación de la cual somos responsables y formamos parte.
[1] Gracias Maite por la inspiración.
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