En estas últimas semanas hemos sido testigos del intento del gobierno, de impulsar una contrarreforma eléctrica, buscando reinstaurar el monopolio de la empresa del Estado y dejar de lado al capital privado. Aunque la discusión en el Congreso por el momento se metió a la congeladora, no descartemos su reaparición en el 2022, a pesar de las muchas presiones que ha recibido el gobierno por varios frentes y a la falta de apoyo político de los partidos de oposición.
El gobierno argumenta que las reformas energéticas realizadas en México en 2013 poco han beneficiado al país y a su población, y aducen que han existido abusos del capital y contratos leoninos, además de supuesta corrupción, para impulsar desde el inicio de su mandato una serie de medidas que dificultaron la implementación de las reformas. El lanzamiento de esta propuesta de contrarreforma en el sector eléctrico bien podría venir seguida de otras en el sector energético.
Es claro que en México las reformas en estos sectores llegaron tarde, ya que se desperdiciaron quizá 10 o 15 años en los que se hubiese podido fomentar la inversión privada en el sector energético buscando maximizar la exploración de pozos, la creación de infraestructura e incrementar los beneficios económicos para el país, ya fuese a través de mayores ingresos por mayor producción o reducción de gastos por importaciones. Hoy en día, el mundo se está volviendo más verde y hay grandes esfuerzos por reducir la dependencia que existe sobre combustibles fósiles y fuentes de generación convencionales, lo que quizá traerá consigo que aquellos recursos no explotados se vayan a quedar por siempre en el subsuelo.
Para ejemplificar el caso de las oportunidades pérdidas, es que me gustaría contrastar lo que pasó en la última década en el mercado energético en Norteamérica, en donde Estados Unidos transformó radicalmente su capacidad de exploración y producción de gas y petróleo, a través de la “revolución del Shale Gas”, mientras que México, uno de los mayores productores de petróleo a nivel mundial y con reservas probadas muy cuantiosas en petróleo y gas, perdió terreno.
La revolución del gas de esquisto o lutitas, mejor conocido como “Shale Gas” en Estados Unidos, cumple ya casi 15 años, y le dio un giro de 180 grados a la balanza energética del país; pasando de ser dependiente a ser país excedentario tanto en gas como petróleo, reduciendo sus importaciones del Medio Oriente, mejorando su balanza de pagos y logrando al mismo tiempo una ventaja competitiva muy relevante para Norteamérica. Este boom trajo consigo montos de inversión muy relevantes en tecnología, generación de empleo, recaudación fiscal y desarrollo económico en la zona centro y sur del país.
En el mismo período en México somos testigos de la caída de la producción en Pemex por la madurez del pozo de Cantarell, las insuficientes inversiones en el sector y la falta de capacidades técnicas de Pemex para extraer petróleo en aguas profundas. Ante esas condiciones, es que de forma tardía se logra sacar en el 2013 la Reforma Energética, que permitiría ‒entre otras cosas‒ que fluyera inversión privada para la exploración de petrolíferos, y es que durante los años del 2014 al 2018 el gobierno mexicano a través de subastas de rondas petroleras logra captar compromisos de inversión de privados por aproximadamente 40,000 millones de dólares. En esta reforma el gobierno mantenía la rectoría del sector, pero permitía inversiones privadas en sectores antes reducidos a la participación exclusiva del estado. Al 2018 y a sólo unos años de dicha reforma, era claro que los beneficios de esta aún no daban frutos suficientes y no permitían revertir tantos años de falta de inversión, de gasto mal dirigido, de corrupción, y de falta de tecnología que había sufrido nuestra industria por décadas, argumentos utilizados por el gobierno entrante para dar otro golpe de timón.
¿Pero cómo es posible que en sólo una década se haya dado un cambio tan radical en el mercado energético en Norteamérica?
Aunque son muchas las razones detrás de esto, sin duda en Estados Unidos existía ya por muchos años un ambiente regulatorio maduro y propicio para la inversión privada, un regulador competente, acceso a capital y esquemas fiscales que incentivaban la inversión. Entes privados se lanzaron con fuerza a perforar pozos de Shale Gas que en algún momento llegaron a contabilizar cerca de 1 millón de pozos en explotación, lo que trajo como resultado este crecimiento tan fuerte en la producción de gas y de petróleo.
El caso anterior nos deja ver cómo ante escenarios de oportunidad semejantes en Norteamérica, es que los gobiernos optaron, en el caso de México, por decisiones ideológico-políticas y tardaron o limitaron la inversión de privados; mientras que en el caso de Estados Unidos, por decisiones meramente económicas y de seguridad energética, se fomentó la inversión y a la postre es muy relevante la grandísima diferencia que esto generó.
No soy partidario de una economía 100% de mercado para México, pero sí de que el desarrollo económico en el país se dé con la confluencia de la inversión pública y privada, sin distingo, y con la rectoría adecuada del Estado. El gobierno actual de México nos quiere hoy confundir con conceptos de soberanía en el sector, aduciendo que ésta sólo es posible si el Estado mantiene los medios de producción, cuando debiera estar realmente preocupado por impulsar la inversión en el sector energético en México, sin importar de dónde provenga. El peor escenario económico es que las inversiones no ocurran, la infraestructura no exista, se mantengan los cuellos de botella y se ponga en riesgo la viabilidad económica futura del país por un tema netamente ideológico.
De ahí el título de este artículo, “Ni picha ni cacha ni deja batear”; el gobierno mexicano no tiene los recursos suficientes para invertir en el sector energético ni eléctrico, no puede asegurarnos autosuficiencia ni abasto pleno en todas las regiones, y menos a precios competitivos con la tecnología que hoy tiene. El no permitir la inversión privada en términos competitivos y de mercado, condena a México al subdesarrollo y a no aprovechar sus potencialidades.
México está integrado comercialmente a Norteamérica y debe asimismo estarlo en el sector energético, aprovechando abrir su sector a la inversión extranjera y nacional, y buscar todas las áreas posibles de complementariedad. Como ejemplo, ¿qué sentido tiene invertir en capacidad de refinación, cuando existe capacidad en exceso en la región, y máxime cuando el petróleo ha comenzado su ciclo de declinación? Sería mejor invertir en infraestructura en nuestro país que nos permita beneficiarnos de la abundancia y precios bajos de gas en Norteamérica, de invertir en fuentes de generación renovables abundantes (solar y eólica) y reducir dependencia en combustibles fósiles, y en general buscar lograr mayor eficiencia para que las empresas y los individuos tengan acceso a las mejores fuentes energéticas de menor costo y con menor huella ambiental.
México es un país con recursos limitados, y considero que es mejor dirigir el gasto público a lograr mayor inversión en salud, educación y desarrollo social, y dejar que el grueso de la inversión en sectores que demandan montos muy cuantiosos como el energético, provenga en buena medida de la inversión privada nacional y extranjera que mantenga a México como un lugar eficiente y adecuado para producción industrial en la región, ahora que el concepto de “onshoring” parece nos da una nueva oportunidad de mayor integración económica.
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