Sabanal –omito el verdadero nombre de la ahora ciudad por respeto a sus habitantes– era un pueblo en la frontera norte con Estados Unidos. Los lugareños vivían en la relativa paz de esas pequeñas comunidades que muchos califican de infiernos grandes por las habladurías, chismes, chistes y difamaciones, que a diario se suscitan. Mas cuando llegaron aproximadamente dos mil prostitutas a ejercer su antiguo oficio, merced a la afluencia de cientos soldados norteamericanos de una base aérea localizada del otro lado de la frontera, los fines de semana, la zona de tolerancia –llamada así porque allí era el lugar confinado, donde se asentaron los prostíbulos– era una fiesta. Pero un día se cometió un crimen que se mantuvo por mucho tiempo entre los tópicos de sus habitantes. Sucedió que un joven militar norteamericano mató a un residente de la comunidad en una reyerta. Pasado el tiempo, y cuando los comentarios se habían enfriado, los familiares del responsable acudieron ante el juez que llevaba la causa y le hicieron una propuesta, en el sentido de que le darían cincuenta mil pesos si con alguna argucia legal en la sentencia, ponía en libertad a su consanguíneo, con la promesa de que guardarían discreción absoluta sobre este trato y no se lo dirían a nadie. El juez gordo e impasible, les hizo una contrapropuesta: “Bueno, les dijo, denme ochenta mil pesos por la libertad de su hermano y cuéntenselo a quien les dé su chingada gana”. La penúltima palabra, dice Octavio Paz en el Laberinto de la Soledad, es el santo y seña de los mexicanos. Sirva de introducción este breve relato de mi libro Crónicas de Vida, en permanente espera de edición.
“El Poder Judicial está podrido; salvo honrosas excepciones, los jueces y magistrados son corruptos” expresó el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, por enésima ocasión, ante los representantes de los sectores implicados en la contaminación del agua, debido al abuso de su extracción de pozos profundos por parte, principalmente, de las compañías mineras en la región denominada La Laguna, que comparten los estados de Coahuila y Durango. Verdad tan sabida por parte de los ciudadanos y empresas víctimas de quienes tienen en sus manos la impartición y administración de justicia, tanto federal como del fuero común. Nunca, en las últimas décadas, un presidente de la República había puesto en el debate nacional la corrupción que impera en el Poder Judicial, acusado de sobornos, nepotismo –favorecer a los parientes con puestos judiciales– y acoso sexual.

Durante el gobierno hegemónico y los dos períodos sexenales de la transición fallida del período bautizado como prianismo, el Poder Judicial, permanecía sumiso y callado, aunque recibiendo jugosos presupuestos que facilitaban salarios fabulosos y retiros con pensiones sustanciosas que les permitían (y en muchos casos todavía les permiten) llevar una vida regalada, en contraste con las míseras pensiones de millones de empleados del Estado en retiro. El efecto López Obrador ha sacudido a este cimiento de la institucionalidad, cuya alta función de garantizar la justicia, con base en la aplicación apropiada y correcta de la Constitución y de las leyes que de ella emanan, pero desde hace tiempo se le pone cuantía, costo a las resoluciones.
La crisis del Poder Judicial de la Federación está hoy afectada por tres asuntos básicos: a) La extensión de mandato del ministro presidente Arturo Zaldívar de la Suprema Corte de Justicia y algunos consejeros del Consejo de la Judicatura previstos en el artículo trece transitorio de la Ley que Reforma el Poder Judicial; b) El conflicto en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (que es la Sala de la Corte especializada en controversias electorales) cuyo presidente, José Luis Vargas, electo por sus pares, fue imputado de enriquecimiento y otros delitos, intervención al canto de la poderosa Unidad de Inteligencia Financiera (UIF). En menos de una semana se designaron cuatro presidentes debido a diferencias personales y compromisos partidarios de los integrantes del tribunal, c) a la politización, fundamentalmente, en los ministros de la Corte y los magistrados del Tribunal; los primeros propuestos, en este caso, por tres presidentes de la república y los segundos por el método de “cuotas y cuates” entre los partidos políticos (PRI, PAN, PRD y Morena). De paso hay que decir que los consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE) obedecen a este mismo método. Con ello se conforma la borrasca perfecta de nuestro sistema electoral base del régimen democrático.

El presidente de la Corte ha dado por solucionado los dos primeros asuntos renunciando él mismo a extender su mandato (de los consejeros nada a dicho) como se lo impone el artículo 13 transitorio de la Ley de Reforma al Poder Judicial. El segundo punto lo da por concluido al habilitar al magistrado Felipe Puente Barrera, previo acuerdo con sus pares, hasta el primero de septiembre, y posteriormente se elegirá a un nuevo presidente del fracturado tribunal. Y el tercero no encuentra salida, salvo la que propone el presidente López Obrador, consistente en la renuncia de todos y convocar a que se designen nuevos magistrados – se supone que sin intervención de ningún partido político- lo que parece harto difícil dado que el Poder Legislativo, es quien los nombra y está integrado por fracciones parlamentarias partidistas. De los siete magistrados que integran el tribunal, tres fueron impulsados por el PRI, tres por el PAN y el restante, que es la única mujer, por el desvencijado PRD. El mismo sistema rige para los consejeros del Instituto Nacional Electoral, por lo que es evidente que ambos órganos están en manos de los partidos opositores al presidente y su partido.
La partidocracia en todo su esplendor; pero ése es otro cuento.