Le pusieron de nombre Robespierre porque chingaba a todo el mundo. Al menos esa era la explicación que daba el padre de familia cuando se le preguntaba al respecto, ya que era él quien lo había bautizado. No paraba de correr y saltar, como si fuese un potro desbocado y a veces, sin aviso previo, trepaba por entre el cuerpo de la persona que se encontrase más cercana hasta llegar al hombro e instalarse sólidamente ahí. En esas ocasiones no había nada que hacer salvo esperar a que el gato se hartase de posición tan incómoda y bajase por su propio pie. Vamos, que era más necio que el mismísimo López Obrador. Y cualquier movimiento brusco sólo provocaría una dolorosa respuesta en forma de garra. No obstante el descenso le resultaba más complicado que la subida por lo que había que facilitarle la cosa. Lo mejor era sentarse en la cama y reclinar lentamente el cuerpo hacia atrás hasta que el minino viese cerca la cama y se animara a saltar. Algunas veces aparecía en los lugares más insospechados como una estantería a dos metros de altura sin que hubiese cerca escalera o silla que facilitase el ascenso. Estaba predestinado a morir joven. Apareció abandonado en las vías del tren. Enrique, el hermano mayor volvía de clase cuando, al cruzar las vías oyó un casi imperceptible maullido. Él siempre alegó que su devoción por los mininos le habían desarrollado una percepción auditiva especial en lo referente a los maullidos. En aquel tiempo, Robespierre no era mayor que una pelota de tenis. Tenía un pelaje gris brillante y ojos amarillos. Durante los primeros días todos los miembros de la familia tenían que tener mucho cuidado de donde se sentaban, especialmente si era en una cama, ya que no era fácil distinguir a Robespierre de un simple bulto. Cuando éste ya tenía un año, las precauciones permanecían. Sin embargo, ahora ya no se trataba de evitar un apachurramiento involuntario, sino un ataque del felino con sus uñas. Pese a su belicosidad, Robespierre también proporcionaba grandes momentos de diversión cuando los miembros de la familia, especialmente el padre conversaba con él y lo amenazaba con la aparición del zorro que jala la cola.
–Van a venir el coyote y el zorro para jalarte de la cola y de los bigotes decía en tono amenazante a Robespierre.
Este, haciendo honor a su nombre y lejos de arredrarse, replicaba en su idioma a dichas amenazas y así ambos se podían pasar horas enteras. Incluso algunas veces la realidad parecía querer ajustarse a la conversación como cuando en un partido de la selección nacional, un jugador de apellido Coyote fue derribado en el área contraria. El padre intervino inmediatamente:
–Le jalaron la cola al coyote y el árbitro marcó ¡penalti!
Por si fuera poco, la gata siamesa que convivía con la familia desde antes de la llegada de Robespierre, lejos de ponerse envidiosa con la nueva cría, lo adoptó como si se tratase de su cachorro. La principal afición de Robespierre, además de jugar y tumbarse al sol, consistía en saltar de una ventana a otra en una parte de la casa donde ambas ventanas, que pertenecían respectivamente a la cocina y a la zotehuela, formaban un ángulo recto. En aquellos momentos, la gata, más experimentada, se ponía nerviosa y maullaba en un tono de súplica. Parecía querer decirle que abandonase ese juego. El problema consistía en que, entre ventana y ventana había cuatro pisos de caída libre. Sin embargo, sabido es que Ícaro enamorado del sol jamás abandonará su empeño por más advertencias que se le den. Un día saltó y se encontró con que la ventana de la cocina estaba cerrada y tras chocar contra el cristal cayó al vacío para aterrizar en el capó de un coche. Gastó seis de las siete vidas, pero milagrosamente sobrevivió. Pasaron los días y, aunque estaba muy magullado, poco a poco mejoraba entre los cuidados de su madre humana y de su progenitora adoptiva felina que le lamía las heridas. Sin embargo, la convalecencia era lenta y dolorosa. La madre, preocupada por la salud del minino decidió llevarlo al veterinario. Como diría el chapulín colorado, ella no contó con la astucia del facultativo que le recetó a Robespierre un desinflamante sin considerar que pudiera ser alérgico a la medicina. A las dos horas murió.
–Me quedé sin interlocutor –dijo el padre de familia en el entierro.
Nunca habían tenido un gato tan loco y nunca lo olvidarían.
Felicidades, Juanpa. Te comparto este breve texto que le escribí a mi gata. Pudo ser novia del tal Robespierre:
A mi gata, Terry:
Cómo decirte que te quiero, aunque no hables, aunque no entiendas una sola palabra que escribo y que tampoco importan mucho, en verdad; menos a ti, que maúllas a veces, y siempre juegas y comes. No eres un ser humano, yo tampoco sé si lo soy; pero en muchas horas me prestas más atención y me pides menos cosas que mis “pares”, solamente porque te alimento (ojalá fuera por otra cosa). Sin duda, no soy un gato ni te comprendo. Ni tú ni yo sabemos hacer tic tock, ni te importa un demonio el internet. Pero cada vez que me muerdes despacio, como si me quisieras decir algo, pienso que me quieres, como se quiere a algo que no se entiende, pero está, tibiamente, a tu lado.