Este año, o más bien este cierre de año, el champagne y el espumante, las uvas y los fuegos artificiales serán distintos. Testigos de nuestro tiempo, cuando el reloj marque la medianoche, nos abrazaremos con distancia, sonreiremos bajo los cubrebocas y soñaremos con una nueva vuelta al Sol más “normal” que la última que hemos dado.
Prometeremos hacer las cosas mejor, disfrutar, viajar, revalorizar todo aquello que dábamos por sentado y seguro. Tendremos esperanzas renovadas y recordaremos a los que ya no están con nosotros.
Una cascada de imágenes, los recuerdos de un año imborrable se nos vendrán encima, pensaremos en todo lo que perdimos, en aquello que aprendimos y, sobre todo, en todo lo que volveremos a hacer, en cuánto nos sea posible.
Algunos estaremos solos, otros en pareja o en familia, los menos con amigos; pero todos sentiremos que algo se cierra y que un nuevo ciclo se inicia.
Es que casi sin darnos cuenta, estamos entrando a la tercera década del siglo XXI; la infancia y la adolescencia del mismo fueron tiempos de deslumbramiento, revolución tecnológica, profundos cambios culturales, transformaciones sociales e hiperconectividad. Los restos de las utopías del siglo XX se terminaron por esfumar, la responsabilidad ecología y el calentamiento global se instalaron como prioridades, las religiones cayeron y, representándose de distintas maneras, el miedo y la incertidumbre se transformaron en una constante en nuestras vidas.
¿Cómo entrará en la adultez la nueva centuria? No lo sabemos, pero el cataclismo que el 2020 significó en nuestras vidas será difícil de olvidar. ¿Vale la pena tener esperanzas?, desde luego que sí. Los dolores del crecimiento son necesarios, nos permiten aprender, entender e impulsarnos a nuevos horizontes, nuevos caminos que recorrer y sueños que hacer realidad:
“Y a ver si nos espabilamos los que estamos vivos.
Y en el año que viene nos reímos”.
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