Nunca olvidaría aquella mañana en el pesero que recorría el trayecto Indios Verdes – Ciudad Universitaria. Iba llegando tarde a la clase de Historia de México. En su trabajo de las mañanas su jefe, un contable histérico empeñado en demostrar su liderazgo a base de humillar a sus empleados, lo había retenido una hora para clasificar unos pagos que, según él eran urgentes, pero que no se finiquitarían hasta finales de mes. Gilberto detestaba ese trabajo, pero le permitía darse alegrías amen de contribuir a la estabilidad económica de su familia. Al llegar por Chilpancingo se subió Sofía. La veía todos los días en clase, pero no se atrevía a hablarle dada su tremenda timidez. Es más, creía que una chica tan guapa no se había ni fijado en su existencia. Suspiró al verla subir por atrás, pese a que ese día no había mucha gente en el transporte. Coincidían en las clases del tronco común de la UAM, pero a diferencia de la situación actual, era ella quien estaba adelante y él en las últimas mesas de la clase, intentado así pasar desapercibido. Gilberto no era mal alumno. Simplemente se ponía muy nervioso cuando tenía que hablar en público. A pesar de ello, sabía que tenía que participar de algún modo para que su nota no bajara. Él prefería el cara a cara. Al final de la clase, solía acercarse a sus maestros para aportar algunas opiniones. De esta forma, cumplía con el trámite de la participación y evitaba el bochorno de tener que levantarse y expresar su opinión frente a sus compañeros. Con ese aplomo en las venas, era más que difícil que pudiese establecer relación alguna. Ni siquiera en esta situación donde no había ningún conocido, se le facilitaba acercarse a Sofía y empezar a platicar. Podía haberse presentado como compañero de clase y, a partir de ahí, preguntar cualquier cosa referente a los deberes de la semana para ir rompiendo el hielo. Pero no. Lo único que se le ocurría era un acto de caballerosidad como ofrecerle el asiento. Sin embargo, la suerte no estaba de su lado ese día. Gilberto no había alcanzado asiento y era uno de los pocos que iba de pie. Normalmente se formaban hasta 3 filas de usuarios de pie que a duras penas se podían mover. Él se encontraba maldiciendo su suerte cuando oyó:
—Hola Gilberto, te importaría pasar mi pasaje.
Él se volteó con cara de sorpresa al ver que ella conocía su nombre, pero siguiendo la costumbre pasó el dinero a su vecino de al lado quien hizo lo mismo y así hasta llegar al conductor. Las vueltas también regresaron a través de esta peculiar fila india sin que faltase ni un solo centavo. Gilberto estaba dándole la espalda a Sofía esperando el dinero para hacérselo llegar cuando el conductor del pesero decidió hacer una maniobra suicida tan frecuente en ese medio de transporte. Sin embargo, el conductor al que pretendía rebasar resultó estar más loco que el del pesero que tuvo que frenar en seco. Gilberto vio la jugada a tiempo y se asió fuertemente del tubo. Sin embargo, como Sofía tenía menos estatura que él tan solo reaccionó al sentir la frenada brusca. Su cuerpo se proyectó hacia el de Gilberto al que abrazó como un naufrago a una tabla, sin darse cuenta de donde ponía las manos. Sin esperarlo, Gilberto sintió una agradable y prolongada fricción debajo de su cinturón y para completar el momento, dos poderosas y acojinadas protuberancias se hundieron en su espalda. Por último, el cabello semi empapado de ella impregnó unas gotas en su camisa. El contacto se prolongó más allá de la frenada. Era el momento del todo o nada. Quizá envalentonado por la explosión de adrenalina, fruto de la mala conducción del chofer o por las sensaciones producidas por el contacto físico, Gilberto se volteó sobre su eje, abrazó a Sofía y le plantó el primero de una larga lista de besos, mientras que sus manos empezaban a conocer el camino de las delicias.