Una paciente me dijo hace unos días: “No me atrevo a soñar un futuro bueno”. Detrás de esa dura y hasta triste declaración, se encuentra la pregunta “¿se puede aspirar o imaginar algo mejor en estos tiempos?”, pareciera no ser fácil. Vivimos días de agotamiento. De Europa a América, de África a Asia, desde todos los puntos cardinales nos declaramos cada día más exhaustos.
Las noticias son contradictorias. Las vacunas el lunes nos salvan, el martes son inútiles, el miércoles causan trombos, el jueves nos protegen de una nueva variante del virus, el viernes presentan noticias mixtas, el sábado arrojan nuevos resultados positivos y el domingo elegimos no saber nada e intentar aislarnos un rato de tanto ruido, de tanto murmullo demandante de normalidad. A la semana siguiente el panorama no es muy diferente y así, día a día, vamos asumiendo, a contrapelo, la verdad: esto está, muy lejos de acabar.
“No me atrevo a soñar un futuro bueno”, ¿se puede visualizar algo positivo en lo que no se entiende?, probablemente no. El problema es, entonces, no necesariamente el miedo, el dolor y el agobio del presente, sino la falta de comprensión sobre lo que viene. Tratamos de asimilar, proyectar y planificar lo que el mañana nos depara, usando lógicas pobres en fundamentación y respuestas.
Así y todo, yo soy optimista, un optimista realista.
El optimismo no siempre rima con la alegría. Los canales por los que se mueve la voluntad optimista obedecen a la razón, no necesariamente a la emoción, lo que no significa, en caso alguno, que el ejercicio racional para abordar un problema no tenga sesgos, prejuicios, o “niebla cognitiva”.

Soy un optimista realista, porque si leo y aprendo de situaciones equivalentes del pasado, de esos períodos carentes de toda brújula, sentido y orden, veo que siempre el ciclo siguiente ha sido un renacimiento. A toda caída de imperio, revolución cruenta, medioevo u holocausto le ha seguido el deslumbramiento.
Pero hoy es distinto dirá usted. Sí, es cierto, la historia se repite, pero nosotros no. Cada grupo humano, comunidad o pueblo, cada familia y cada individuo es distinto y experimenta la realidad de forma única. Nada más lejos de la lógica que la consciencia que cada uno de nosotros tiene sobre su propia unicidad y, en particular, de su mortalidad. Entonces se pregunta, ¿por dónde viene el optimismo para salir a encontrarlo? Error. El optimismo no se encuentra, se construye. Se elige. El optimismo realista se trabaja, se forja, se obtiene en la lucha diaria contra la adversidad.
Estos no son tiempos de ilusión, ni de esperanza. Estamos en el mayor punto de inflexión cultural, política, tecnológica y climatológica de los últimos siglos. Podemos intentar escapar envueltos en fantasías de un pronto regreso a la normalidad, correr con los ojos cerrados para no ver lo que ocurre y, así, de tumbo en tumbo, caernos una y otra vez; seguir intentado fingir que no pasa nada, para volver a tropezar de bruces con la nueva realidad que habitamos. También podemos elegir la parálisis, esperar a que todo pase, a que alguien se haga cargo del problema y resuelva todo esto por nosotros o echar mano a las recetas de antaño para ver si funcionan, y así ganar tiempo, hasta que todo se arregle por sí mismo, cuando bien sabemos que esta vez no será así.
“No me atrevo a soñar un futuro bueno”, si es eso lo que le ocurre, póngase a estudiar, lea, escuche y aprenda del pasado. Pero, sobre todo, apueste por el futuro. No se quede mascando sus rabias, problemas y miserias. Hágase responsable de su lugar en la historia, intente dar con las respuestas y los nuevos caminos, no le será fácil ni sencillo, fracasará y se frustrará a destajo, pero a la larga habrá valido la pena. Se lo aseguro, lo que tenemos por delante es una tarea difícil de dimensionar, pero lo que podemos lograr, si nos echamos al hombro el miedo y el cansancio que nos agobia todos, hará que, en verdad, nos ganemos un buen lugar en el devenir de la humanidad. No es poca cosa el privilegio que tenemos frente a nosotros.