El libertador encadenado (Parte I)
Juan Patricio Lombera

El viento del Este

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Saqué el boleto y ahí, en ese bareto de mierda, comprobé el resultado.

Lectura: ( Palabras)

“¿Cómo subyugar el dinero, combatiéndolo? ¿Cómo hurtarme a su influencia y tiranía sin evitar su encuentro? El procedimiento era sólo uno: adquirirlo […]; y cuanta más cantidad adquiriese tanto más libre estaría de esa influencia.”
(Fernando Pessoa, El banquero anarquista)

Esta historia comienza el día en que conseguí cumplir el sueño de mi vida. Con tan solo un par de euros de inversión, me hice acreedor de más de 100 millones. No lo obtuve con el sudor de mi frente. Ni siquiera rellené el boleto del Euromillón que se convertiría en las llaves del paraíso terrenal. No. Tan sólo llegué, como todos los lunes, a la oficina de loterías del estado y tras comprobar que no había sacado nada con la quiniela y las distintas loterías a las que jugaba, volví a repetir mi eterno conjuro de cada semana:

-Una del gordo, otra de la primitiva para viernes y sábado y un Euromillón. De paso cogí un billete de la quiniela. Ese sí solía rellenarlo en el sosiego de mi casa. Desconfiado por naturaleza, yo temía presentarme un día con un boleto ganador del Euromillón y que el vendedor de loterías me lo robase al darse cuenta de que había ganado una cantidad considerable. Sin embargo, los sábados me despertaba tarde tras ir a una fiestecita en las que bebía mucho y casi nunca ligaba. Ello ocasionaba que no comprase el periódico y, por ende, que no pudiese informarme sobre los resultados por lo que tenía que presentarme todos los lunes en la oficina de Loterías para saber si me había tocado algo y, ya de paso, volver a apostar ante la más que segura posibilidad de que no habría ganado nada o casi nada. Ya tenía 30 años y en ninguna de mis relaciones se me había planteado la necesidad de buscar algo más que no fuera echar unos cuantos polvos y divertirme. Me estaba acostumbrando a vivir solo y con ello me estaba volviendo un poco maniático. 

El caso es que aquel viernes nos juntamos en El Capitán. Estábamos toda la oficina ahí y sin que viniera a cuento fui abordado por Susana, la secretaria del jefe, con la que empecé a establecer una plática más bien educada. A fin de cuentas no era bueno llevarse mal con ella porque controlaba los accesos al poder. Hasta ese momento nuestra relación laboral se basaba en una respetuosa indiferencia. Susana tenía 40 años. No se podía decir que fuera una belleza, aunque también su afición por hacer respetar su puesto de trabajo, dándole mayor importancia de la que realmente tenía, la convertían en una especie de harpía. En el fondo lo único que quería era que la respetaran y cómo no siempre podía por las buenas dada la mala imagen de las secretarias como potenciales amantes de sus jefes, pues entonces empleaba todo su poder para joder a aquellos que no querían pasar por el aro. Su principal arma era que Don Agustín tenía plena confianza en su criterio para organizarle la agenda. De esta forma, nadie podía llegar a él, como no fuera a través de un encuentro “casual” a la hora de la salida, ya en la calle. Pero en esos casos, el jefe solía postergar el asunto a tratar hasta el día siguiente en la oficina, en cuyo caso sólo se empeoraba la situación.

Una vez que Susana se enteraba de que alguien la había intentado puentearla, el aprendiz de invasor podía darse por muerto, ya que nunca más se acercaría a 50 metros del poder e incluso podía perder su empleo. Otra de sus armas, consistía en difundir rumores de toda índole. Para ello contaba con todas sus compañeras secretarias, que se solidarizaban con su lideresa para hacer funcionar la maquinaria del desprestigio. Sin embargo, si se respetaban sus reglas, se podía convivir pacíficamente. Como jefe de logística, en principio tenía que reunirme unas cuantas veces al mes con don Agustín. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que la mitad de esas reuniones eran una pérdida de tiempo, ya que nuestra flotilla de camiones de reparto de muebles, que era nuestro negocio, siempre se compraban al mismo proveedor que, coincidencias de la vida, era sobrino del jefe. De esta forma decidí dejar a un lado nuevas ofertas y propuestas y tan sólo molestaba a don Agustín cuando se trataba de alquileres en recintos feriales, pues ahí la cosa se complicaba ya que, aparte del transporte de la mercancía, había que prever el hospedaje de los trabajadores y su desplazamiento. Empero, por mucha prisa que me corriera, siempre respetaba los conductos oficiales. La política de reducir al mínimo los encuentros con el jefe, me granjeó cierta empatía por parte de ella. Susana había empezado muy joven a trabajar en DMadera, cuando toda la plantilla se reducía a 15 empleados incluidos ebanistas, transportistas y el resto del personal. Siempre desempeñó el cargo de secretaria del jefe y, quienes la conocieron en esos primeros años, decían que tenía un carácter jovial y abierto a todo el mundo.

Costaba creerlo viendo su mirada entre triste e iracunda. Pero de hecho sí existían unas fotos de los primeros tiempos en el que se podían ver, en su cara, dos gemas resplandecientes a diferencia de sus ojos de color verde opaco de los tiempos más recientes. Lo más curioso, según la misma fuente, es que el cambio se había producido de forma abrupta tras su embarazo. Algunos lo habían achacado a una depresión post parto de larga duración y otros, atribuían su nuevo carácter al cambio de situación. En aquella época, ganaba poco y entre los gastos de la hipoteca más los de la criatura, muy poco le iba a quedar para su subsistencia. El viernes que se puso a platicar conmigo, ella se quiso hacer la simpática.

-¿Qué tal? ¿Cómo llevas la entrega del mobiliario del nuevo hotel de la isla?

-Bien. Ya sabes peleándome con los transportistas, buscando los mejores precios. La rutina de todos los días, ¿y tú?

-Lo mismo. Cuando no es el jefe que no sabe dónde está su cabeza es un trepa que intenta puentearme. Pero bueno tampoco me quejo.

-¿Algún plan para este fin de?

-Todavía no, pero me gusta improvisar sobre la marcha.

-Yo, en cambio, soy un hombre de ideas fijas. Incluso se puede decir que soy aburrido porque lo planifico todo. No sé si es deformación profesional o es que soy así por naturaleza. Supongo que un poco de ambos.

-Y ¿qué tienes pensado hacer?

-Pues mira, ahora en un rato me iré a casa a descansar hasta el mediodía. Luego comeré, veré el partido que transmitan del futbol inglés a las 4 y me iré a ver una película. El domingo tengo compromiso familiar. Ya está.

-En efecto, veo que eres un poco cuadriculado.

-¿Qué se le va a hacer?

-Pero quería preguntarte si pudieras hacer una excepción en tu planificado esquema y acercarme a mi casa.

-Eso está hecho.

Nos retiramos, mientras que los fiesteros nos dedicaban palabras celestinescas: “hasta luego pareja”, “pórtense bien y si no invitan” y otras lindezas.

Al llegar a su casa, ella me invitó a tomar la última copa dentro. Por un momento me lo pensé. No me gustaba cambiar mis planes, pero tampoco me gustaba la imagen robótica que tenía de mi mismo. Acepté. Una cosa llevo a la otra y acabamos entrepiernados, como era de suponer.

Lo que si no me esperaba, a la mañana siguiente, era que un niño de 8 años me despertara. Era la primera vez que lo veía e inmediatamente me dio la sensación de que ya lo hubiera conocido de antes. El niño le estaba exigiendo a su madre que cumpliese con la promesa de llevarlo al parque de atracciones.

-Si te sigues portando así no te llevo- dijo en tono amenazante la madre.

Por arte de magia, el niño despareció inmediatamente.

-Lo siento Prometeo, pero ya ves que mi horario de trabajo no acaba nunca. Ni siquiera los fines de semana.

-No te preocupes. Ahora mismo me visto y me voy.

En realidad me molestó que ella me echara de esa manera de su apartamento y habría preferido que me dijese desde el principio que tenía un hijo. Eran las 8 de la mañana. Nada más salir me encontré de frente con un puesto de periódicos. Compré uno y en vez de dirigirme al coche me metí en un bar. Quería tener algo en el cuerpo antes de empezar a conducir. Además, seguía medio dormido. Después de pasar por encima de las burradas cotidianas que dicen nuestros políticos, me dirigí a la sección deportiva; la única que me da buenas noticias con frecuencia.

Mientras daba vuelta a las páginas vi de reojo los resultados de las loterías y me acordé de mi Euromillón. Saqué el boleto y ahí, en ese bareto de mierda, comprobé el resultado. Conforme mis ojos pasaban de un número a otro mi corazón latía más rápido. Me di cuenta de que había ganado 100 millones de euros. Pero no perdí la calma como esa gente que se pone histérica e hipoteca su futuro anunciando su suerte a todo el mundo, sin darse cuenta de que los que oyen la noticia serán los primeros en atosigarles pidiéndoles dinero, aunque no les conozcan de nada. Sin embargo estaba muy nervioso. Sentía en mi nuca la mirada de todos los parroquianos. Cuando el camarero se acercó para darme el café volví a guardar aparatosamente el resguardo en mi cartera. Intuí que los nervios me estaban jugando una mala pasada, pero el ambiente se estaba haciendo cada vez más opresivo.

Finalmente, me tomé el café de un solo trago al tiempo que me quemaba la boca, deposité un billete de 5 euros y salí apresuradamente. Me dirigí hacia la estación de trenes donde estaba una de las pocas sucursales de mi banco que abría todos los días. Dejé en depósito el resguardo. Esa misma tarde me dirigí a una agencia de viajes y empecé a mirar todo tipo de folletos. Por fin podría realizar el sueño de mi vida; dar la vuelta al mundo. Se había acabado el viajar como sardina en clase turista y hacer largas colas de pringado para facturar la maleta. A partir de ahora llegaría al aeropuerto en el momento que me apetecería y en vez de estar esperando en un duro banquillo la hora de abordar me daría un masaje en el spa del aeropuerto o disfrutaría leyendo y tomándome un café en la sala vip. Pero antes tenía que renunciar.

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