En los últimos días, desgraciadamente, hemos visto un repunte considerable en los contagios del virus SARS-CoV-2 o COVID-19 entre los mexicanos. El innegable incremento se percibe cuando personas cercanas, amigos en las redes sociales y conocidos circunstanciales, hablan de conocidos que han sido infectados con este mal que, durante los últimos dos años, ha tenido a la humanidad en vilo.
Según diversos estudios e informes de organismos internacionales, el virus tiende a generar mutaciones que le incrementan su letalidad y capacidad de contagio. Se hablan de cepas nuevas, mucho más nocivas y letales para la humanidad, que a diario incrementan el número de defunciones en el mundo, aunado a secuelas que, tras casi dos años de estudio, aún no se alcanzan a ser determinadas.
Al ser descubierto, el mundo optó por detener la movilidad y tránsito de personas; las actividades económicas para evitar la aglomeración y acercamiento entre las personas; junto con un enclaustramiento que, por lo prolongado, detonó diversos trastornos psicológicos y hasta psiquiátricos que desembocaron en el incremento de la violencia doméstica, tanto en número como en agresividad, sumando víctimas a la estadística mundial.
En este escenario, la situación económica de las personas se vio gravemente afectada. Muchos perdieron trabajos, empresas, proyectos, viviendas y hasta familias, en un marco de inestabilidad social global sin precedentes en la historia moderna. La gente dejó de salir y —en muchos casos— hasta vivir en sociedad. Pese a predicciones de analistas y especialistas económicos, políticos y sociales, la realidad es que los efectos de la pandemia aún resultan insospechados e imprevisibles. Todavía vendrán muchos efectos que aparecerán y que, innegablemente, repercutirán en la dinámica de las sociedades del orbe.
Ante la imprevisibilidad de esta circunstancia, los gobiernos han optado por adoptar diversas medidas, algunas de ellas draconianas como el decretar nuevamente el cierre total de actividades y el detenimiento de la movilidad, en tanto que otros definieron incrementar las jornadas de vacunación y, con base en ello, mantener la apertura de actividades económicas, lo que, necesariamente, es directamente proporcional a la movilidad social.
La disparidad en ambas medias estriba, paradójicamente, en preponderar el valor de la vida de las personas. Por un lado, cuidar y evitar los contagios a través de la reclusión domiciliaria y, por el otro, evitar que el estancamiento genere mayores pérdidas económicas que, inevitablemente, traerá implicaciones catastróficas para las personas, su entorno y subsistencia. En esta comparación de extremos, pareciera que la solución implicaría acciones que encuentren un punto medio; empero, la realidad ha demostrado que las naciones del mundo se pronuncian por acercarse hacia alguno de los lados de la balanza.
La responsabilidad primordial de los gobiernos es proteger la vida de las personas en su totalidad, no sólo evitar las muertes por contagio, sino también salvaguardar los mecanismos de subsistencia. El equilibrio que se debe lograr implica realizar acciones audaces pero responsables, que vayan más allá de visiones sesgadas y parciales, que estén debidamente informadas y sustentadas por el conocimiento teniendo como único fin el bienestar general, sin mayor pretensión que la salvaguarda de los seres humanos.
@AndresAguileraM