Más de cuarenta años tuvieron que pasar para que, con 400 votos a favor, 47 en contra y dos abstenciones, el pleno de la Cámara de Diputados aprobara una nueva Ley General de Educación Superior, abrogando la ya caduca Ley para la Coordinación de la Educación Superior, expedida en 1978. Como dato curioso, esta última Ley nunca fue modificada, era letra muerta desde hace muchos años.
La aprobación de esta nueva Ley es un logro de gobernanza colaborativa, en un contexto de polarización y centralismo exacerbado. Esta nueva Ley no es la ideal, pero es la mejor posible. Con una orientación federalista, la nueva Ley General de Educación Superior otorga más herramientas a las entidades federativas para incidir en el desarrollo de las universidades públicas y privadas. Por ejemplo, las entidades federativas tendrán que armonizar sus leyes locales en la materia, lo cual en muchos casos significará la creación de nuevos marcos legales para impulsar y regular la educación superior, desde lo local.
Además, redactada con perspectiva de género, la nueva ley promueve a los espacios universitarios como libres de violencia y discriminación hacia las mujeres. Es un buen paso narrativo, pero por supuesto insuficiente y que deberá ser complementado con políticas públicas de corto, mediano y largo plazo.
No obstante sus diversos beneficios, esta nueva Ley se queda corta en abordar y promover uno de los aspectos más importantes para el desarrollo de la educación superior en el siglo XXI: la innovación. Así, ya no incorpora elementos del futuro, sino del presente, tales como los modelos de aprendizaje híbridos, la educación modular y omnicanal, las micro-credenciales y una mayor flexibilidad sistémica. En otras palabras, y en el mejor de los casos, es una Ley diseñada para el mundo pre-COVID-19.
Otro aspecto problemático es que los dos pilares de la nueva Ley, la obligatoriedad y gratuidad, que derivan de la reforma constitucional de 2019, dependen de la “disponibilidad presupuestal”. Ambos aspectos, tanto obligatoriedad como la gratuidad de la educación superior se presentan como derechos fundamentales sí, pero sólo si alcanzan los recursos, y todo apunta a que no, serán insuficientes.
Se reafirma pues, que el verdadero poder constituyente es la Secretaría de Hacienda. El asunto es que, al no haber recursos suficientes, la presión para dar educación gratuita de calidad a millones de jóvenes será para las universidades, no para el gobierno. La búsqueda de la cobertura universal, brindando una educación universitaria de calidad, es una aspiración loable, pero requiere de abundantes recursos y la falta de certeza del financiamiento es uno de los talones de Aquiles que no resuelve esta nueva Ley de educación superior.

Otro escenario problemático que se avecina tiene que ver con la educación a nivel posgrado. Actualmente, la matrícula de posgrado representa apenas el 7.8% de la matrícula total (384 mil estudiantes, de los cuales 141 mil están en universidades públicas). Si de lo que se trata es de aumentar la matrícula de este nivel, con calidad y pertinencia, la gratuidad es una mala política pública. La educación de posgrado, que ha crecido de manera marginal en los últimos 20 años, es financiada primordialmente con recursos “autogenerados” de las universidades públicas estatales. La gratuidad impulsada desde la Ley, y no compensada con recursos fiscales, generará distorsiones que podría llevar a las universidades a concentrar su crecimiento de matrícula en el pregrado, reduciendo la ya de por sí rezagada matrícula a nivel maestría y doctorado. Incluso, me atrevo a vaticinar que muchos de los programas de alta calidad, y sobre todo en áreas STEM (ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas), podrían cerrar ante sus elevados costos de operación y la insuficiencia financiera para operar.
Lo anterior muestra, una vez más, que una ley sin políticas públicas adecuadas, y sin financiamiento suficiente, suele ser contraproducente (no obstante que suene muy bonito).
Para cerrar por el lado positivo, uno de los grandes logros de esta Ley es que ratifica y clarifica los alcances de la autonomía universitaria. No es un aspecto menor. La nueva ley da certidumbre y estabilidad a las universidades públicas autónomas y manda un mensaje al sistema al ratificar los principios constitucionales de libertad de cátedra, investigación y autogobierno. Dado el debilitamiento de equilibrios, contrapesos y órganos autónomos en México, esto representa una bocanada de aire fresco para seguir fortaleciendo una de las libertades fundamentales en democracia: la académica.
Si bien esta Ley no promueve ni impulsa suficientemente la innovación, al menos garantiza que las universidades puedan seguir innovando y buscando sus propios caminos, en un ambiente de respeto y, sobre todo, de libertad.
Como lo afirmó Peter McPherson, presidente de la Asociación de Universidades Públicas de Estados Unidos (APLU), en un mensaje a rectores mexicanos: “La libertad académica implica que las universidades puedan tomar sus propias decisiones en los asuntos críticos que les conciernen y con sus procesos… Para ampliar los límites del conocimiento y expandir las posibilidades humanas, la comunidad universitaria debe ser libre de realizar investigación, sin importar a dónde ésta lleve”.
Ninguna ley resuelve por sí misma los problemas, pero podría agravarlos. Esta Ley es un gran paso, falta mucho camino por delante para la transformación de nuestro sistema educativo superior.