En esta ocasión presento la columna de mi invitado Deogracias Yarza, abogado egresado de la UNAM, quien antes de iniciar la carrera de Derecho cursó la de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la propia Universidad. Es autor de tres libros en los que mezcla la historia nacional y regional con historias familiares. Fue socio fundador del despacho de abogados Arena, Arce, Robles, Yarza y es en la actualidad consultor del Bufete Saucedo.

Muchos de los medios de comunicación aseguran que el presidente de la república es un gran político, su sensibilidad en este campo, añaden, es casi genial, tanto como su enorme poder de comunicación que lo ha llevado a niveles inusitados de popularidad y de aceptación entre la población.
No obstante, creo que la característica que lo pinta de cuerpo entero es la terquedad, una cualidad que puede convertirse en defecto. El presidente es antes que nada de un gran terco. En tres ocasiones ha buscado la presidencia de la república y ha explorado todos los medios posibles para alcanzar su objetivo. El discurso ha cambiado según los tiempos electorales, pero desde los primeros momentos de su vida política ha tenido el empecinamiento como una constante.
Acompañando a su obstinación, el actual presidente ha mostrado un desapego a la observancia de las leyes. La terquedad y el desprecio a las instituciones no lo han llevado a ceñir la banda presidencial. Lo realmente relevante para el triunfo electoral de año 2018, fue el convencer a los electores que los males sufridos por el país, la corrupción, la inseguridad y la pobreza debían y podían ser erradicados.
Estos males, que a la mirada de los electores, parecían aumentar día con día, parecían poder ser superados en el discurso de López Obrador con su liderazgo y le dieron una ventaja para ganar cómodamente las elecciones con una numerosa votación a su favor. El voto por López Obrador arrastró, además, el triunfo de su partido y sus aliados a construir una mayoría en las cámaras, que una oposición pasmada permitió que fuera aun mayor a la que la ley permitía.
Con este escenario, nunca un presidente desde los tiempos de Carlos Salinas de Gortari, es decir desde 1988, tuvo la oportunidad de plasmar en leyes y reformas constitucionales las políticas públicas y las medidas legales para poner freno a corrupción, combatir la inseguridad y realizar las enmiendas fiscales que redujeran la desigualdad, apoyándose en los programas sociales que paliaran la pobreza y empujaran el desarrollo. La lectura del mandato que obtuvo López Obrador en las elecciones de 2018 para su periodo presidencial fue clara: cumplir con estos tres propósitos. Por lo demás muy de su gusto y muy anunciados en su narrativa y en el discurso de toma de posesión de su cargo.
El país se colmó de grandes expectativas. Más allá de que se creyera en una transformación histórica, anunciada como la cuarta, las personas de bien, el pueblo bueno como lo llama el presidente, esperaron la venida de tiempos mejores. Una transformación podía ser mucho pedir pero un mundo mejor era una esperanza más que justificada. La terquedad del presidente parecía ser el viento que inflaría las velas y movería el barco hacía mejores días. Por fin las clases más desprotegidas, abandonadas por los gobiernos anteriores a su suerte, tendrían las oportunidades para acceder a instituciones de salud y de educación, al mundo del bienestar al que tienen derecho.
El bienestar material vendría de la mano de una mayor seguridad. El ejército sería retirado de las calles y de las plazas públicas para dar paso a una policía efectiva, honesta y ciudadanizada. Se acabarían las matanzas sin sentido. La impunidad sería cosa del pasado. Los jueces protegerían a los ciudadanos y administrarían la justicia con equidad y mirando lo dispuesto en las leyes y no el interés de los poderosos. La procuración de justicia obedecería, pues, a la ley y no a las necesidades políticas.
La corrupción, ese mal que carcome a las sociedades y destruye lo mejor que tienen. Ese mal que no sólo cancela la posibilidad de mejores proyectos públicos sino que tuerce la justicia y abona el atropello. Ese mal que favorece a los amigos y familiares y quita las oportunidades a los que no tienen la suerte de contar con las influencias de los de “arriba” o con los dineros para comprar conciencias. Ese mal que el pueblo bueno estaba cansado de tolerar porque su sin razón destruye las instituciones y la honra de las mujeres y los hombres, se barrería de arriba para abajo, como se barren las escaleras.
Hoy se cumplen tres años y medio que la coalición “Juntos haremos historia” llegó al poder con la mesa puesta. No sólo una mayoría legislativa sino una oposición fracturada y desconcertada, le extendieron lo que puede llamarse un cheque en blanco para lograr sus objetivos. Los tres grandes ejes para el desarrollo de su gobierno, acorde a sus promesas de campaña y a sus proyectos anunciados: el combate a la corrupción, la generación de un estado de bienestar y la pacificación del país, son promesas que siguen esperando un gobierno que se interese en estos temas, aunque sea un poco.

Con la terquedad que lo caracteriza, el presidente trata de convencer a los ciudadanos, a los electores, a sus bases, a sus opositores que el país va conforme a sus planes. No importan los datos duros que día a día se acumulan para desmentir sus afirmaciones. La terquedad del presidente se ha vuelto un arma letal para los intereses del país. El presidente, que según muchos de los analistas políticos goza de una enorme sensibilidad política y de un gran poder de comunicación es incapaz de dar marcha atrás.
Los datos apabullan. La pobreza se extiende. La inversión en gasto social del país en relación con el PIB es uno de los más bajos del mundo. Sin reforma fiscal es difícil una mejor redistribución del ingreso, así, la reasignación del dinero hacia el gasto social implica la cancelación de otros programas, inversiones o recortes en el gasto público.
El desmantelamiento del Seguro Popular, la cancelación de las guarderías infantiles y ahora la cancelación de las escuelas de tiempo completo son signos inequívocos de las malas decisiones tomadas para extender políticas públicas que traigan verdadero bienestar. Preocupa la soberbia de la actual administración para evaluar lo poco o mucho que se ha hecho en política social.
Los homicidios dolosos, de acuerdo con Rosa Icela Rodríguez secretaria de Seguridad Pública, al mes de septiembre de 2021, superaban los 100 mil. Algunos voceros oficiales señalan que van a la baja, sin embargo las desapariciones forzadas suben y los especialistas afirman que muchos son homicidios sin cadáveres, una siniestra modalidad del crimen organizado en nuestro país.
La corrupción es otro tema pendiente. México ocupa el lugar 124 de 180 países evaluados por Transparencia Internacional, además ocupa el último puesto entre los integrantes de la OCDE. Los casos emblemáticos que la actual administración se ha propuesto procesar, tal como la estafa maestra, Odebrecht, Agroquímicos y los supuestos casos de corrupción de los expresidentes, no han sido sancionados en materia penal y no parece que lo sean en un futuro próximo.
El pleito que se ventila entre el exconsejero jurídico de la presidencia y el Fiscal de la federación es una muestra de la corrupción que puede alcanzar los más altos niveles del gobierno. México es un país donde la confianza en las instituciones encargadas de la procuración de justicia y de la impartición de esta es muy baja, abundan en estos últimos tres años ejemplos aterrorizantes, como la historia inacabada de la familia Cuevas Morán. Todavía esperamos la explicación del caso de la llamada “casa gris”.
Más preocupante es la corrupción que se adivina en nuestro sistema de justicia. Las instituciones usadas con fines políticos: la inexplicable orden de aprensión girada contra el C. Ricardo Anaya, acusado, junto con un diputado encarcelado por un delito a todas luces inexistente con el mismo cuento ya desmentido ante los tribunales.
El estado de Derecho nunca ha sido tan maltratado en la historia reciente del país. Las leyes se desobedecen, se violentan, se desconocen, incluso desde los más altos círculos de la administración y del poder, se incita a su inobservancia y quebrantamiento.
El diagnóstico parece que es acertado. La corrupción, la inseguridad y la pobreza son los tres jinetes de nuestro apocalipsis nacional que siguen preocupando a los mexicanos. Ahora, hay que sumar un aumento significativo en estos rubros, que más de tres años de desidia han causado. El presidente que tiene la sensibilidad política está a tiempo de ofrecer a los mexicanos una mejor opción para su futuro, si lo logra, quizá pase a la historia como un buen presidente.
El contenido presentado en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa la opinión del grupo editorial de Voces México.
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Solo una observación en el párrafo que refiere a la corrupcion; en el caso de Agronitrogenados (que no Agroquimicos) si han habido sanciones.No las que quisiéramos, pero algo es algo. Alonso Ancira fue a la carcel y está pagando y Emilio Losoya aún está en el bote. Saludos.
Muy interesante y comparto la opinión de Deo