Han pasado casi dos años desde mi última columna. Se llamaba “El retorno del ausente” y hablaba de lo que parecía un despertar de la clase obrera norteamericana, y de los intentos de los precandidatos demócratas para cooptarla. Sueño guajiro, quizás.
Dos años que parecen veinte: en medio, el primer impeachment, las elecciones, el encono de Trump en no reconocer su derrota, el asalto al Capitolio, el segundo proceso político, la bancada republicana reagrupada alrededor de su expresidente, el fracaso generalizado de la política bipartidista. Los prime times de FOX y CNN se han adaptado como siempre, y sin esfuerzo, a las nuevas circunstancias, pero en otros horarios han aparecido voces disidentes.
Las primeras de estas voces comenzaron a hacerse oír del lado demócrata: empezó Michael Smerconish en su programa del sábado por la mañana, en plena campaña electoral, preguntándose si realmente al público norteamericano le interesaba conocer la verdad sobre las mentiras de Trump (contestó que, desafortunadamente, no); continuó Arwa Damon, después del asalto al Congreso y el fallido segundo impeachment, reconociendo que la clase política norteamericana no estaba comportándose erráticamente como muchos afirmaban, sino que era consistente con su pasado y su herencia (“no una caída momentánea en políticas dignas de repúblicas bananeras, sino un monstruo uniquely American”, dijo la periodista el 7 de enero).

FOX News está llegando más recientemente a lo que parece una todavía pálida conciencia autocrítica: antier, 30 de junio, ha empezado a admitir que “el orgullo norteamericano se hunde” y que la mayoría del público ya no piensa que Estados Unidos es el mejor país donde vivir. Al parecer, no sucedía desde los años setenta y, en ese momento, fue necesario el patriotismo optimista y a prueba de bomba de Ronald Reagan para salvar el respeto a la bandera.
Se me pregunta a menudo si esta situación (ideológicamente confusa y pragmáticamente contradictoria) también aplica a la comunicación política en México y, ampliando el horizonte, en varias partes de Latinoamérica. Basta seguir las Mañaneras de AMLO para darse cuenta de que sí aplica. Hace año y medio comenté en Razón y Palabra que el presidente mexicano y su partido habían nacido para gestionar una transición relativamente suave hacia la democracia social; hubieran podido hacerlo con cierto éxito, pero nadie en 2018 podía contar con la pandemia y la crisis político-económica global. Forzado a volar en estas turbulencias imprevistas, el proyecto de la 4T, no bien nacido, está usando un piloto automático obsoleto.
Esto tiene poco que ver con la capacidad comunicativa del presidente (que es bastante pobre), y mucho con los bandazos de una clase política incapaz de regenerarse (dentro y fuera de MORENA). Es una ironía histórica que AMLO, aparecido en el espectro político con la misma prometedora originalidad que Trump en los mismos años, se haya ahora reducido a una imitación deslavada de Joe Biden. La diferencia es, obviamente, que a Biden los políticos extranjeros lo escuchan, aunque cuando no le crean del todo, y a AMLO no.

Para cerrar provisionalmente un discurso que habrá que profundizar muchas veces, comparar el populismo de derecha de Trump (o el de Keiko Fujimori, Guillermo Lasso, Bolsonaro, y Guaidó) con el populismo de izquierda de AMLO (como Pedro Castillo en el Perú, Andrés Arauz en Ecuador, Luis Arce en Bolivia y Maduro en Venezuela), es mala aritmética. No hay un populismo de izquierda, sólo un populismo reaccionario que cambia de cara como el dios sin nombre de Game of Thrones.
Reinventado en función antiobrera en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y del New Deal, “pueblo” en oposición a “clase” fue la versión tercermundista de middle class vs. working class en la sociología de Wright Mills. Esta ecuación sobrevivió a la Guerra Fría y a las muchas guerras calientes con las que el sistema capitalista se aseguró en el poder de la nueva economía globalizada, y hoy permanece con la fuerza de un dogma indiscutible. Pregunten a cualquier norteamericano (joven o viejo) qué les recuerda la fecha 9-11, y nadie mencionará el golpe en Chile de 1973, organizado en Viña del Mar por Estados Unidos; ésa fue la verdadera alternativa a la invención de socialdemócratas trasnochados conocida como Alianza para el Progreso.
¿Despertará la clase obrera norteamericana, en la defensiva desde 1947 y en coma inducido desde el auge neoliberal de los ochenta? Los radicaldemócratas del Green New Deal han elegido (no con mucha claridad) hacer esta apuesta. Las clases políticas latinoamericanas, desgraciadamente, no parecen mirar el mismo tablero.