Lo sabemos desde al menos siglo y medio: en las minas de carbón se usaban canarios para que, con su muerte, alertaran sobre la acumulación del invisible, inodoro y letal gas llamado “grisú”. Cuando yo era niño lo leía en las reediciones de Germinal y también en la crónica roja cuando la temida explosión sepultaba a decenas o centenares de mineros.
No sé si ese recurso todavía se use en las minas de carbón, ni si Greta Thunberg (por cierto, ya es mayor de edad a partir de este enero: felicidades, aunque tardías) pueda calificar de canario moderno. Pero el riesgo de la explosión está bien presente y tiene varias aristas que es oportuno explorar en detalle.
Primera arista: en estos mismos días, los medios europeos manifiestan una creciente preocupación por la presión –o el chantaje– que la Rusia de Putin está ejerciendo sobre la Unión Europea con la amenaza de cortar los suministros de gas natural. Actualmente Rusia provee de gas natural a Europa a través de varios gasductos que, a su vez, se reducen a una grande red: la Brotherhood, que corre desde Rusia central a través Bielorrusia y, de allí, a Polonia y Alemania, y al sur a través de Ucrania hasta la República Checa e Italia. Más al norte, Gazprom tiene ya operando otra red (la Yamal-Europe) que, en perspectiva, debería bifurcarse para insertarse en dos ductos submarinos en el Báltico (Northstream Pipeline 1 y 2); éstos, a su vez, cuando completados, abastecerían la línea costera nororiental de Europa hasta Gran Bretaña y constituirían un enorme ahorro en tiempo y distancia.
Precisamente éste es el primer punto de presión que ejerce Putin en estas semanas, aprovechando la necesidad de gas natural que tiene la Unión Europea para enfrentar el reto de la reactivación económica post-COVID.
Segunda arista: Rusia quiere dejar en claro que, en su planeación a mediano y largo término, no tolerará deserciones de su campo; hace dos días Moldavia decidió comprar gas natural a Polonia para enfrentar su propia crisis energética; Rusia ha inmediatamente respondido demandando a Moldavia el pago inmediato e integral de su deuda.
La tensión ha escalado, con los sobretonos predecibles: el ministro de Exteriores de Moldovia, Nicu Popescu, ha presentado la decisión de su país como un primer paso hacia la independencia de Rusia; Gazprom ha suspendido la entrega de gas todavía vigente según los acuerdos anteriores que están a punto de expirar; la opinión pública moldava está dividida entre el la indignación nacionalista y la conveniencia de regresar al cobijo ruso. Para completar y aclarar el panorama, las últimas elecciones habían visto la derrota del partido pro-ruso; habrá que ver hasta cuándo se puede mantener el nuevo gobierno.
Tercera arista: la situación actual en Polonia es casi el reflejo especular de la de Moldavia; el enfrentamiento entre el gobierno polaco y la Unión Europea está rápidamente agotando ambos bandos: queda claro que la UE no quiere llegar a las últimas consecuencias (el Polexit) y que el partido conservador (PiS, Ley y Justicia) tampoco está dispuesto a jugar hasta el fondo su bluff. Las encuestas de opinión muestran una población dividida entre la apelación nacionalista (que en este caso es anti-europeísta) y la conveniencia prudente de quedarse en la Unión. También en este caso hay un trasfondo económico: la Unión Europea amenaza con bloquear los 106 mil millones de dólares que les tocarían a Polonia; el gobierno de Mateusz Morawiecki ha gritado al chantaje económico, pero al menos en el breve plazo se ha quedado con el húngaro Viktor Orbán como único aliado abierto.
En este impasse, Macron (seguido por Mario Draghi y Pedro Sanchez) se está reacercando a Ursula von der Leyen y Angela Merkel; el presidente francés necesita no perder puntos con vistas a las elecciones del próximo año, mientras los medios se preguntan, inquietos, si “Francia es de derecha”.
Últimas aristas: el COB-26 sobre calentamiento global está a punto de empezar este 1º de noviembre y siguen acumulándose defecciones (intencionales como la de Putin y quizás coyunturales como la de la Reina de Inglaterra). El clima general (político y económico además de climático) se está calentando: ya se está hablando de un Dieselgate que se expande como una mancha de petróleo. Se espera que esta semana Fiat-Chrysler y Renault se sumen a Volkswagen como indiciados por proporcionar datos engañosos sobre las emisiones de gases invernadero; mientras tanto, los responsables de la industria en los varios países ya están declarando su derrota: se empieza a manejar el 2070 o hasta el 2100 como la fecha en que tendremos, ahora sí, un mundo libre de contaminación.
Un corolario muy interesante de estas polémicas viene de los sindicatos británicos: los ferrocarrileros están listos para entrar en huelga por toda la duración del COB-26; a mí, como estudioso del movimiento obrero, no me sorprende en lo más mínimo ni me indigna: si todos los otros se aprovechan, ¿por qué la clase trabajadora debería abstenerse de luchar cuando vislumbra una coyuntura favorable?
Y, para terminar, esta misma semana debería haber novedades sobre la extradición de Julian Assange de Gran Bretaña a Estados Unidos; un juez británico ya se ha pronunciado en favor; si la justicia inglesa lo permite, será otro clavo más sobre la libertad de información: sólo faltará Edward Snowden, ya que la posibilidad de ver a Mark Zuckerberg entre rejas va a quedar como mi sueño guajiro personal.
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