Recuerdo que nos citamos en el Sanborns de los Azulejos, un lugar tan clásico como para que lo identificáramos las dos y tan neutro que no requería explicaciones. No más explicaciones de las que tampoco nos dio cuando un buen día se fue de Niza con nuestros textos en un portafolio seguramente prestado. Supongo que llevaría la chamarra roja que usaba en invierno cerrada hasta las orejas porque estábamos a principios de febrero. Nadie la acompañó al aeropuerto, a lo mejor debido a la misma intuición que no confesamos: preferíamos hacernos ilusiones sobre el nacimiento de nuestro hijo. Ese hijo que habíamos mal gestado entre todos.
Al verla en la entrada de la cafetería me acordé de la tarde en que la conocí en una reunión de cristianos a la que había ido con una amiga que acababa de enviudar. Creo que me imaginé un grupo de extranjeros recién llegados y un poco perdidos, entre los que seguro habría algún mexicano. En parte tenía razón. Me la topé casi enseguida y también de inmediato caímos en el tema: cómo disfrutábamos poder hablar en español, los pocos libros que teníamos pero podríamos intercambiar y cuánto adorábamos leer. Resultó además que a ella también le gustaba escribir. Recuerdo que me pareció absolutamente inofensiva, el tipo de persona que se adaptaría a cualquier situación, a cualquier regla con tal de pertenecer. Ese mismo día la invité a nuestras reuniones. La inscribimos como Francesca Ferrari, de parientes italianos con quienes se había mudado a Europa y vivía hasta hacía poco, buena escritora y egresada de Periodismo en la UNAM. Lo de la universidad pública lo dedujimos, nunca le preguntamos si era cierto. Tampoco habíamos leído nada de ella pero el hecho de su filiación a los cristianos la convertía en alguien confiable, supongo. Me imagino también que tras algunas semanas de oír sus relatos insólitos ocurridos en ambientes que ninguno de nosotros conocía, nos acostumbramos a su trato campechano y dejamos de relacionarla con un grupo religioso, porque nunca nos extrañaron lo suficiente ni lo bajo de su escote ni las invitaciones para la fiesta de algún magnate que de vez en cuando conseguía para todos.
Al poco tiempo del ingreso de Francesca, nuestro taller de escritura que hasta entonces había funcionado sin ningún propósito se había convertido en “la redacción del primer periódico concebido por y para hispanohablantes residentes en la Costa Azul… el principal medio de comunicación de la comunidad”. Al menos así lo presentábamos; a la fecha no entiendo cuándo empezó ni cómo se fue desarrollando la idea. Me viene a la mente, o más bien al espíritu como dirían los franceses, la sensación de haber estado jugando a poner un negocio y a ratos creernos lo del empleo de nuestros sueños con el que encima ganaríamos un sueldo decente. Me parece que en esa empresa sin organigrama, de una u otra forma tácita, todos aceptamos trabajar para Francesca y su misterioso inversionista napolitano.
Recuerdo que el proyecto empezó a tomar forma a partir de una lluvia de ideas en la que con grandísimo esfuerzo logramos ponernos de acuerdo sobre el nombre de Voces Hispanas. Casi sin pensarlo seguimos con la definición de los colores y el motivo del logotipo cuyo desarrollo quedó en manos de la única diseñadora gráfica del equipo, quien además se encargaría de arreglar las fotos y el formato de cada página: no nos dimos cuenta o no quisimos comentar el poder de Francesca para hacerla trabajar sin día de descanso jornadas enteras compartidas con sus funciones de mamá. Ahora que lo pienso, creo que la frustración debe haber sido más cruel con ella, ni siquiera por el periodo que descuidó a su familia sino cuando de repente se vio de nuevo sin la presión de un “jefe” y dedicada a ellos de tiempo completo.
“Esta publicaciónnació del placer de escribir y de pensar en español… La lengua es lo más importante que compartimos, la puerta de entrada a recuerdos y costumbres de la patria que dejamos… ”. Todavía recuerdo algunas frases de la editorial que, para sorpresa de todos, en las pruebas que Francesca nos envió desde México venía firmada exclusivamente con su nombre, a pesar de que la habíamos escrito entre todos y, casualmente, un día que ella faltó a la reunión. Supongo que eligió ese detalle para ponernos a prueba. Tal vez la conformidad con la portada del número cero cuyo contenido ya nos había obligado a modificar tantas veces a última hora fue una ratificación de nuestra parte en su puesto de Editora en jefe que ella sola se había adjudicado. “De alguna manera nos sentimos satisfechos cuando logramos pasar por franceses, pero a la vez nos enorgullece que nos reconozcan mexicanos…”. Quién sabe por qué al evocarlo desde lejos, el lugar desde donde ella nos enviaba esas pruebas, nuestra ciudad de México de toda la vida, se convertía de pronto en una rueda de la fortuna en la que se iban sucediendo mil personas distintas: los que viven en Santa Fe en edificios con roof garden y helipuerto junto al basurero más colorido y más triste del mundo, quienes pasean en Chapultepec o en la Alameda el fin de semana o los que vienen a la capital desde cualquier parte del país a organizar un plantón en Reforma por el derecho a unas tierras que de todos modos la corrupción les arrebatará más tarde, los que van de rodillas a ver a la Virgen de Guadalupe y quienes los reciben en la explanada de la Basílica para venderles agua de jamaica en bolsas de plástico con popote. ¿A cuál de todas esas realidades pertenecería Francesca?
Sentadas frente a una taza de ese café que nada tenía que ver con los ristrettos que ella nos preparaba en su departamento de Cannes, me acordé de la asombrosa seguridad con la que se dirigía a los directores de los hoteles más elegantes de la región para venderles la idea de unirse a nuestro “selecto grupo de anunciantes”. Los pantalones ajustados que escogió para reunirse conmigo después de casi seis meses la hacían parecerse a la Francesca que conocí en Niza y buscaban desmentir a la de las botas que alcancé a observar antes de sentarnos: en Francia las había usado cada invierno sin que dejaran de verse como nuevas y tras una sola temporada de lluvias que empezaba a eternizarse en el D.F. parecían las de alguien bastante necesitado. No sé por qué, pero en ese momento me vinieron a la mente sus escritos: de repente comprendí que no había estudiado en ninguna universidad. Intenté descifrar su mirada transparente y la sonrisa para la mesera a la que entre broma y broma acababa de poner pinta acusándola de mal encarada; al mismo tiempo la compadecía porque “seguro ganaba una mierda y encima tenía que ponerse semejante uniforme”. En ese contexto tan familiar, traté de imaginar qué impresión nos habría causado Francesca de haberla conocido en México.
Ni siquiera me había fijado que llevaba el paquete hasta que me lo señaló en el asiento. Me sentí ridícula: ¿qué íbamos a hacer nosotros en la Costa Azul con mil ejemplares de un periódico cuyo primer y único número había llevado seguramente a imprimir a los portales de Santo Domingo cuando supo que yo estaría en la ciudad? Pensé en el tiempo que había pasado desde que en Niza recibimos su mensaje diciendo que volvería “nada más arreglara lo de la Visa”. No sólo nunca tuvo pasaporte italiano sino que vivió en Europa todo el tiempo sin permiso. Nos dejó fríos. La habríamos mandado a volar desde entonces si no es porque empezó con el cuento de la participación de la Secretaría Mexicana de Turismo; no sé cómo, pero logró que siguiéramos enviándole artículos cada semana, en realidad sin ningún objetivo, sobre temas que a todas luces se sacaba de la manga. Hasta que finalmente nos hartamos y amenazamos con acusarla de plagio. Entonces contestó en tono de padre condescendiente que “quería sólo mantener activas nuestras plumas mientras conseguía otros inversionistas”. Dejamos de contestarle.
Poco a poco eliminamos cualquier forma de contacto con ella. Cada uno volvió, como siempre, a buscar por su parte un trabajo interesante; como siempre con la ilusión de encontrar una oferta de escritura remunerada en la que cupiéramos todos. Quizá la novedad era la pregunta que nos hacíamos en secreto: ¿qué haríamos nosotros de Voces Hispanas? ¿Qué haríamos de ése o de cualquier otro proyecto sin la osadía de Francesca?
Sin mucho entusiasmo le di una ojeada al ejemplar que me sacó de su bolsa. La pésima calidad de impresión y varias faltas de ortografía en los títulos saltaban a la vista, pero sólo le señalé el nombre de la editora: “Josefina González”. Era también quien ahora firmaba el famoso texto que ya antes se había adjudicado ella. —Ah, no te preocupes, soy yo –me dijo y se rió tan fuerte como acostumbraba–. Primero pensé que no había oído bien; tal vez no le había entendido. Miré el reloj detrás de la caja y no pude sino pensar en la manifestación de maestros frente a Los Pinos: si no salía corriendo en ese momento seguro pasaría toda la tarde atrapada en el tráfico. No fue sino una vez sentada en el coche que empecé a imaginar la reacción de los demás cuando a mi regreso les contara que Francesca Ferrari era un nombre falso. Les pasó como a mí, de inmediato entendieron que no nos quedaba mucho más que reírnos de nuestra estupidez. Sobre todo ante los mil ejemplares que le habíamos exigido y que viajarían conmigo hasta Francia donde los repartiríamos entre todos: cada quien acabó guardándolos en el fondo de su bodega para que nadie los viera. De ese viaje que hice a México hace ya dos años.
Últimamente le ha dado por volver a escribirnos. Usa la misma dirección electrónica para mandar mensajes que aparecen con el remitente de “Princesa Azteca”, aunque llevan la firma de Francesca. Dice que está trabajando como editora de la revista de una ONG y que nos invita a enviarle colaboraciones, “sin paga por el momento, pero por una buena causa”. De su vida personal no cuenta mucho, no dice dónde vive ni con quién. Por eso la imaginamos caminando por ahí en alguna calle del D.F., tan anónima entre veinte millones de habitantes como nosotros exiliados aquí en Niza. Cuando nos referimos a ella decimos, la estafadora. A lo mejor a veces, en un ataque de nostalgia, nos acordamos de Francesca y su bendita desvergüenza para reinventarse en cualquier parte. A lo mejor a veces nos da envidia su bendita desvergüenza para reinventarse en cualquier parte.
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