La historia comienza mucho antes que el momento en que los hechos ocurren o cuando sus consecuencias son interpretadas.
La línea del tiempo sea como la magnitud física utilizada para medir la distancia o cociente de separación entre eventos o la noción de temporalidad histórica, supone siempre una interpretación psíquica en la que hay variables sensoriales y emocionales involucradas mediadas siempre por el universo lingüístico disponible para quien intenta explicar o entender un suceso en particular.
Este universo lingüístico es directamente proporcional al conjunto de vocablos que el sujeto conozca. La fórmula es sencilla, a mayor repertorio lingüístico, esto es el número de palabras que un individuo maneje, mayor será su capacidad tanto reflexiva como comunicativa.
La teoría piagetiana aceptada como válida hasta nuestros días, describe el ritmo evolutivo con el cual los seres humanos adquirimos la noción de tiempo histórico entre nuestra infancia y adolescencia. Es durante ese período donde el aprendizaje a través de la memoria y la comprensión de la causalidad y el cambio se despliegan como una forma de entender y anclar la realidad.

Por otra parte, Fernand Braudel describe tres niveles de tiempo histórico, los que resultan particularmente iluminadores: a) la larga duración (o nivel de las estructuras cuya estabilidad es muy grande, como son, por ejemplo, las instituciones), b) la coyuntura (estadio intermedio, en que el cambio es perceptible: las cuatro estaciones del año o un período de gobierno), y c) el acontecimiento (considerado como el momento puntual en que un hecho quiebra el devenir individual o colectivo como el nacimiento de un hijo o un terremoto).
Debido a todo ello, pretender hacer una interpretación unívoca de lo que vivimos implica siempre una dificultad mayor. La posición biográfica del “lector” de un hecho o la manera en que se elabora una respuesta, está atravesada siempre por vectores diversos. Alinear la dirección con la que se intenta salir de un escenario complejo donde necesidad y deseo, tantas veces confundidos, juegan malas pasadas que desorientan, cansan e irritan, producen que una posibilidad cierta de desarrollo se pierda por el apuro por escapar de lo que molesta o atemoriza. La inercia de las experiencias previas puede anular la lucidez que demanda un tiempo histórico como el nuestro.
La mente humana utiliza una lógica en la que la emocionalidad hace suya la verdad, creyendo que lo recordado y lo anhelado son una misma cosa y que en conjunto vienen a definir aquello que entendemos por realidad. Esta lógica que nos ha acompañado a lo largo de miles de años está comenzando a cambiar de forma dramática.

Los de antes ya no somos los mismos y los que vienen después de nosotros serán aún más diferentes que lo que nosotros pensamos llegar a ser alguna vez. No es un trabalenguas. Nos encontramos en el comienzo, en el umbral más bien, de un ciclo que responderá a ideas e instrumentos tan distintos a los que hemos conocido hasta hoy. La experiencia vital será no sólo diferente en la forma, sino que nos definirá distintos ante nuestro propio devenir.
Estamos en un tiempo fascinante, no por ello fácil de comprender, ni mucho menos de transitar. Se trata de un momento energético en el que se debe aprovechar la fuerza nacida de la colisión de las crisis medioambientales, políticas, económicas y sociales que actúan sobre todos nosotros. Si tenemos la valentía y el rigor que enfrentarlas supone, será posible que tomemos la oportunidad y construyamos en conjunto, con todas nuestras diferencias y particularidades, un nuevo piso social en que la justicia inclusiva sea el reinicio no sólo adaptativo, sino que fundacional de una mejor forma de vida.
Éste no es sólo un momento para sentirnos optimistas, sino que para hacernos responsables.
Reflexiones situadas en el ” umbral” que alumbran el camino. Habrá que tener en cuenta a Koselleck y su llamado a abandonar los conceptos utilizados para iniciar la creación de los nuevos en este camino recién iniciado. Felicitacioines, Gonzalo.