La muerte es una experiencia por la que pasa todo ser viviente y que, en el caso de los seres humanos, se necesita procesar y asimilar tanto cuando corresponde a la propia existencia como cuando acaece en los seres queridos. En efecto, la condición particular de la humanidad provoca que este acontecimiento requiera un tratamiento especial.
Relacionada con la muerte ajena, y de forma general, nuestra condición espiritual nos permite vincularnos con nuestros ancestros, conocidos directamente o no y este evento es tan significativo que queda marcado tanto en el nombre familiar que se transmite tradicionalmente por vía paterna y/o materna, como en el establecimiento del árbol genealógico del cual se procede.
Ahora bien, de forma más específica, la persona queda relacionada con sus muertos por dos vías: con aquellos que conoció directamente y estableció un sentimiento directo y con aquellos que no hubo contacto porque su fallecimiento ocurrió antes de la existencia de la persona.
Si bien, en ambos casos hay algún tipo de relación esta varía. En el primer caso, con el que conoció directamente, queda marcado por la cercanía, la frecuencia de trato y la calidad del vínculo, así como la capacidad personal para aceptar la diferencia de dimensiones entre las que se encuentran.
En el segundo, con los ancestros que nunca se llegaron a conocer depende de la significación personal que tuvo para otros y que estos comparten con las siguientes generaciones de los cuales se llegan a hacer incluso figuras idealizadas y cuasi míticas que influyen en el imaginario familiar.
Los vínculos con los ancestros no sólo aperan conscientemente en la memoria de los descendientes, sino que su influencia energética puede llegar a condicionar los destinos de algunas personas como muestra Bert Hellinger en su teoría de las Constelaciones Familiares.[1]
Ahora bien, todas las tradiciones espirituales y religiosas han establecido hipótesis y costumbre alrededor de los difuntos de su clan realizadas inmediatamente después de su muerte como en los momentos del año en que se recuerdan de forma particular o comunitaria.
Es así como en México el 1º y 2 de noviembre se celebra el Día de muertos, una de las significativas tradiciones sincréticas entre la tradición indígena y el cristianismo. En estas fechas se cree que los difuntos pueden atravesar el umbral que los separa y regresan para visitar a sus deudos. Por ello las familias levantan altares en su memoria, los visitan en el panteón donde arreglan las tumbas y velan durante la noche acompañados de comida, bebida y cantos.
En general se pone especial énfasis en el primer día de muertos después del fallecimiento en donde el esmero por el arreglo a la sepultura y/o altar es especialmente cuidado, pues tanto el difunto como la familia están adaptándose a la nueva situación, sin que esto implique descuido en el arreglo dedicados al resto de los difuntos familiares.
Independientemente de la creencia que se tenga con relación al destino de las personas después de su fallecimiento, lo cierto es que los ancestros existen mientras su recuerdo permanezca en la memoria de los vivos.
[1] Hellinger, B. Las órdenes del amor. Herder: Barcelona, 2012.
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