Mi mamá me enseñó a leer desde muy chiquita. Además de la comprensión lectora, recuerdo como con letras de fuego que “un libro que se empieza, se termina”, como todo en la vida… se supone. Me enseñaron muchas cosas, pero nunca me enseñaron a decir “no”. Apilé libros (hasta la fecha), marcados con separadores a diferentes alturas, hasta que me harté. Todos los pendientes dormían junto a mí en mi buró, hasta que el polvo y la inconveniencia de tener aquello vigilándome me llevaron, un buen día, a quitar marcas y a acomodar todo eso en un librero como si fuera nuevo. No perdí absolutamente nada. Es más, gané.
Cuando, en días recientes, la promesa olímpica de la gimnasia de Estados Unidos, Simone Biles, anunció que se retiraba de la competencia por salud mental, tuve un alud de recuerdos, de incriminaciones, de recriminaciones y de autorecriminaciones, tanto por el juicio de la atleta como por lo que me traía a la mente sobre mi propia experiencia. “Ni aguantan nada”, fue lo primero que pensé.
Pertenezco a una generación a la que le dijeron que el “no” en ningún momento estaba admitido; aún en circunstancias que una misma hubiera elegido (como el libro comenzado al que, por más aburrido que estuviera, no se podía renunciar). Que cuando nosotros tomábamos la decisión de una carrera o un matrimonio era “para toda la vida”. Y ¿saben qué? Pues no. Que rectificar siempre es posible. Que renunciar a lo que todo el mundo espera de una, también lo es.

La pandemia puso de relieve muchas cosas, como ésta, por ejemplo. Ser receptivo a los temores del otro nunca estuvo tan a flor de piel como en 2020. Al principio, me costaba trabajo ser empática porque yo estaba bien (y estoy de lo mejor) en mi casa: sí, tenía ansiedad por lo que estaba sucediendo pero no, no quería (ni quiero) acercarme a otros, ni extraño ir a reuniones o a restaurantes. Me costaba ser empática con los más jóvenes que se sentían apresados o en franco desperdicio de sus días más brillantes, pero recordaba mi adolescencia y concedía un poquito. Pensaba entonces en el adjetivo que indiscriminadamente, a veces y con razón, otras, le ponemos a la generación “de cristal”.
Cuando salió la noticia de la dimisión de Biles pensé mucho en esto; pensé en mis generaciones en formación. Pensé en que la docencia le da sentido a mi vida y en que tengo que ser sensible a lo que le pasa a mis alumnos. Pensé, de pronto, en que no me dejaban abortar la lectura de un libro aburrido, de una carrera o de un posgrado, porque “lo que se empieza, se acaba”. Y sentí una enorme liberación. Me doctoré 10 años después de haber comenzado el proyecto por este dictum, pero muchas veces quise aventar la toalla y me hice mil excusas válidas para eso. Al final, pesó más mi educación y la promesa que le hice a mi papá, pero en estos días de escuchar tantos análisis a raíz de la decisión de Biles, reconsideré muchas cosas.

Saber decir que “no” o hasta cuándo, es mucho más asertivo que tener un grado académico. Saber asignar prioridades (estudio, trabajo, familia, negocio y otras cosas) nos lleva a tomar decisiones que nos hacen más felices. No demerito, para nada, el tesón, el trabajo, la disciplina y el compromiso. De eso me he hecho.
La vida nunca es sencilla para nadie. Pero saber decir que “no” en el momento justo, en aras de la salud mental, física o emocional, es un acto de valentía que vale la pena destacar. Alberto Lati escribió en un tuit “…Si la poderosa Biles es de cristal, es que todos los demás ya nos rompimos”. Si las generaciones “de cristal” nos enseñan a repararnos, ya hicieron una gran obra.
Felicidades por tu artículo! Sin duda ser asertivos tiene mucho que ver con saber decir “no” y sobre todo hacer lo que a uno le parezca lo correcto. Cuantas veces sudamos pasiones ajenas o por creencias, por formación o por simplemente quedar bien.