En todas las tradiciones religiosas, una práctica común es pedir ayuda a la divinidad o a las divinidades para resolver los retos que implica la existencia diaria.
Los humanos reconocemos que enfrentamos un mundo que si bien nos proporciona todo lo que necesitamos para existir: oxígeno para respirar, agua para beber, plantas y animales para comer, sol para mediar la temperatura y alumbrar, etc.; también amenaza nuestra existencia por las diversas manifestaciones que puede tener en un momento dado, como huracanes, temblores, tornados, sequías, heladas, inundaciones, erupciones volcánicas, etcétera.
Todo lo anterior proviene de la creación con una característica particular: aquello que necesitamos para existir es constante y siempre presente; las amenazas son esporádicas y por medio de la observación y el conocimiento es posible predecirlas o controlarlos en algunos casos, o bien, protegernos de sus manifestaciones.
El creador, como sea que lo entendamos, también nos proporcionó a los semejantes para relacionarnos y, al igual que con el resto del mundo, por un lado, el vínculo que establecemos con los demás nos enriquece y es necesario para nuestra existencia. Pero, por el otro, nos amenaza, nos causa dolor y constante sufrimiento.
Frente a estas dos realidades externas algunas religiones han establecido ritos con la intención de conseguir el favor de su o sus divinidades para prever y evitar los castigos causados por el mal comportamiento de sus feligreses o lograr que la manifestación de la naturaleza y el comportamiento de las personas sea favorable. Otros grupos humanos buscan desarrollar una espiritualidad que de una u otra forma también les garantice paz y protección.
Ahora bien, aparte de las manifestaciones propias de la naturaleza y las provenientes de los seres humanos, hay una tercera de cuya presencia apenas nos percatamos conscientemente y que, sin embargo, nos afecta de forma más directa e implacable: las procedentes de nosotros mismos.
Necesitamos indispensablemente de nosotros mismos para existir, es ineludible, aunque también de nosotros provienen las amenazas más constantes, más intensas, más dolorosas y más oscuras.
No es de suyo la vida, sino la forma de asumirla y de emplear las características propias de la condición humana las que producen el mayor beneficio o el daño más significativo a la propia historia. Allí es en donde se juega verdaderamente el reto de la existencia.
Así, para enfrentar los desafíos que implica existir el ser humano, por medio de la inteligencia reconoce las leyes que rigen el fluir de la vida, algunas de las cuales son manipulables en beneficio de la supervivencia humana y controla o evita sus expresiones devastadoras; el desarrollo de la espiritualidad por su lado, le facilita descubrir la identidad propia y ajena, se percata de los condicionamientos operantes en la conducta, respeta la personalidad de cada individuo, establece los límites necesarios para evitar daños innecesarios, controla sus pensamientos y dirige sus interpretaciones y acciones hacia la plenitud que anhela.
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