En el curso de mi vida, he aprendido que las palabras rimbombantes a veces entrañan un fondo, a veces son superficiales. Desde niña, estuve particularmente inclinada a palabras complejas, ya sea por su significado, ya sea porque venían del pasado, como las que usaba mi abuela. Por ejemplo, “escarmenar”, “escombrar” o cuando algo resulta ser “de porra”. Las palabras de mi abuela eran, al mismo tiempo que significantes, curativas. Tenían el poder de levantar el caos cuando “escombraba” o el de desenredar mis desmadejadas “guedejas” cuando me las “escarmenaba”. Incluso, tenían el poder de diluir un hecho imprudente cuando me decía “muchacha de porra” y entonces, cualquier dislate cometido era perdonado. Sí, algunas palabras rimbombantes, curan.
Con el tiempo y con mi práctica, estas reflexiones me llevaron a pensar en otra dimensión de las palabras. Por ejemplo, “curaduría”. Antes, cuando comencé a trabajar, me daba risa. Muy poco después, me dio coraje. Por más que intentaba pensar en un curador sin glamour, era difícil que lo lograra: a un tiempo, un curador, para mí, que trabajaba en museos, era un sujeto hueco y pretencioso que llegaba a deshacer toda mi gestión y al que le pagaban el quíntuple que a mí, sin presentarse a chambear todos los días. Luego reflexioné más esto del curar. En el mundo hispánico de los siglos XVI y XVII, por ejemplo, un “cura de almas” es un confesor o un director espiritual que acompaña y permite el flujo de lenguaje para encauzarlo y dar paz. De otro lado, un curandero es un sujeto de prácticas consideradas heterodoxas por la medicina institucionalizada y que, sin embargo, logra en ocasiones la mejoría de los males físicos y/o psíquicos de quien los padece. ¿Qué es un “curador”? Los curadores son los que le dan sentido a un cúmulo de cosas cuya yuxtaposición quizá no estaría justificada en la más extraordinaria circunstancia. Y ojo: no sólo por eso todos merecen cobrar miles de pesos.

Todos curamos. Curamos nuestras playlists, curamos nuestra lista del súper, la decoración de nuestra casa y nuestra propia persona. Curamos los días, nuestro tiempo. Antes curábamos cassetes, álbumes de estampitas o de fotos. Porque curar es seleccionar: tomar decisiones y dejar afuera lo que, en una cierta narrativa, no corresponde (Cf. Michael Bhaskar, Curaduría. El poder de la selección en un mundo de excesos, México, FCE, 2017). También nos curamos (es decir, cuidamos de nosotros mismos y nos ordenamos) en la operación de seleccionar. Tirar cosas, renovar, es un proceso curativo emocional que se funda en la práctica de tomar una serie de decisiones.
Curamos nuestros programas de radio, nuestras fotos, nuestros podcasts y hasta las noticias que vemos o leemos. Curamos nuestras redes sociales y, a fuerza de envolvernos voluntariamente en lo que implican, somos víctimas de nuestra propia selección y dejamos de ver lo que es radicalmente otro. Curamos el mobiliario de nuestras casas, nuestros cuadros, nuestras imágenes; incluso las que delimitamos al ver por la ventana. Porque curar es cuidar y preocuparse por la constitución de un entorno, ya sea ideológica, emocional o estéticamente. Los objetos curados o reunidos en una curaduría desarrollan lazos de familiaridad, e incluso, de complicidad entre ellos para estar en capacidad de articular un discurso.
Si tuviéramos que sintetizar todavía más, diríamos que curar es producir presencia. Si hacemos honor a una práctica que cruza el tiempo, siempre hemos sido curadores (curanderos y curas de nosotros mismos). En todo acto de selección hay un cuidado; un cuidado de lo que estamos escogiendo y un cuidado de nosotros, pues elegir implica meter el cuerpo, hundirse en la experiencia y entonces es que estaremos listos para tomar la decisión.

Lo fuerte de esto no es lo que elegimos (es decir, con lo que finalmente nos quedamos), sino todo lo otro: lo que dejamos fuera. Las palabras, los objetos y los conceptos que decidimos no tomar se quedan allí esperando ser resucitados o rellenados de un nuevo significado por otros. Elegimos amigos, ambientes, oficio, pareja… Y todo lo que dejamos a un lado permanece para otros, pero también para nosotros mismos, a veces, como testigo de nuestro juicio; a veces, para juzgarnos por no haberlo tomado.
Si curar es cuidar, es ocuparse de algo o alguien, también curamos las palabras: las elegimos y cuidamos a través de ellas. A veces, esa tarea de elegir es particularmente pesada y difícil. Nadie podría o debería juzgarnos por haber escogido tal o cual cosa; tal o cual proyecto. Nadie, en estricto sentido, debería censurar una decisión ya tomada, pues sería como causar un escozor allí, donde no es necesario hacerlo porque de por sí, ya hay ulceración. Curar y curarnos por la palabra es una operación delicada y responsable con el otro. Si llevamos esto al terreno de la política, tendremos una perspectiva mucho más matizada y crítica de las recientes elecciones que hemos hecho para curarnos y para cuidarnos. Si reflexionamos esto en el marco de la política actual, tendríamos más cuidado de y con las palabras que usamos en la esfera pública.