Asómese a la ventana. Decida que necesita un espacio más grande para juntar sus recuerdos hechos objetos. Inhale-exhale. Decida expandirse, pero no por gordura, sino porque su alma ya no cabe en el lugar en el que habita. Abra los ojos, haga cuentas y vea que sí le alcanza. No se aterrorice por lo que vendrá. Al final lo va a pagar.
De pronto, estará usted, sin saber cómo, en medio de una miríada de libros y cacharros de cocina que no sabe cómo llegaron ahí, pero que usted considera que cuentan una historia. No es posible deshacerse de todo, ni conservar todo; moverse es decidir. La elección es tan importante como las posibilidades que deja lo que se irá. Las mudanzas son así, son como las naciones: optamos por un proyecto ganador y dejamos fuera una infinidad. ¿Por qué? Porque necesitamos reinventarnos.
Cuando usted haya empacado los libros y los cacharros, cuyo valor habrá replanteado, vivirá en la ordenada entropía del cartón por unos días –lo sé, es un oxímoron, pero las mudanzas implican siempre contradicciones–. Se sentirá atraído por ella y repelido a la vez: esperará con ansias el momento en que aquellas cajas se suban al camión y todavía, con más, el que lleguen a su nuevo destino, abran sus puertas y exhiban los tesoros que llevan dentro. Abrir cajas es mojar los ojos en un nuevo oro, falso, pero nuevo al fin y al cabo, de lo que se puede rehacer con lo que ya se ha hecho bastante.

Las mudanzas traen consigo transformaciones profundas. Metamorfosis, diría yo. Presentan proyectos que parecen realizables a corto plazo, acercan y apartan, hacen aflorar condiciones endémicas que uno soterra pero que, cada que se empaca, salen a flote como la isla de la basura de plástico que agobia el Pacífico. Nada más eufemístico que este nombre, de Pacífico nunca tuvo nada: el otrora Mar del Sur, se yergue como metáfora del movimiento, de las fuerzas de los dioses ctónicos que causan los terremotos y los tsunamis… y las mudanzas también; nunca se manifiestan en paz. Las mudanzas son así y por eso mueven el alma: porque uno se hace metáfora para ser ayudado cuando se siente más desvalido, como el cangrejo ermitaño en migración hacia una nueva casa. Porque los nuevos espacios son metaforizados también, sólo para ser depositarios de miles de expectativas… En última instancia, porque uno no sabe si un bártulo más va a pasar por la puerta (¿y si no cabe?).
La primera vez que me mudé, mandé hacer un ropero torpe porque llegué a un lugar sin clósets. A pesar de que después los hubo, ese mueble continuó desempeñando su función. Es un mueble enorme y sencillo, con puertas y cajones, que de pronto se convierte en almacén de manteles o bien, puede albergar las pertenencias de las visitas: las bolsas puercas de posarse como las moscas en todos lados, los impermeables goteantes y raídos de quién sabe quien, los paraguas o los eventuales gorros de falso mink, de ésos que nadie usa en un invierno cualquiera de la CDMX pero que son aspiracionales.

La cosa es que uno resignifica a los objetos, sin importar su tamaño, ni su costo, ni su función: lo que mueve a hacer esto es un impulso de vida. Se puede cambiar de espacio por múltiples razones; unas felices, otras apremiantes, otras tristes, quizá. Cada movimiento deja atrás recuerdos, amores y aprehensiones, pero también abre infinitas posibilidades, como todo eso que no elegimos. Como el que el ropero ya no guarde ropa, o que los gatos ya no mantengan sus cotos de poder en un campo de batalla completamente distinto. Lo cotidiano, por unos días, se vuelve extraordinario. De pronto, la entropía del cartón pierde poder. Desocupamos embalajes, reacomodamos, curamos de nueva cuenta los objetos y parece que, con cada mudanza, los que sobreviven son cada vez más importantes; hasta parecen doctos.
De pronto, el antiguo reloj de mi abuelo (con un péndulo desencajado y venido a menos porque ya no produce sonido), se volvió a colocar en el lomo de un mueble. No sé por qué. Siempre me llamó la atención su puertita. Y que fuera viejo. Elegí un lugar de privilegio: no para que lo viera yo, sino para que se viera desde la calle. En ese momento, me di cuenta de que esa resignificación no sólo era personal: era para compartirle al transeúnte distraído un momento polvoso del pasado de alguien más. Eso resignificó mi mudanza.