¿Se requieren elaboradas habilidades físicas o conocimientos previos muy complejos para manejar aparatos digitales? No, claramente no.
Intuitivos y cada vez más amigables, los dispositivos digitales son, además, cada vez más resistentes a torpezas y extravíos de usuarios poco duchos.
¿De dónde proviene entonces, donde reside, el centro de las trabas con las que un número nada despreciable de personas se enfrentan en su diario convivir con los “cacharros” cibernéticos?
Ojalá el problema fuera operacional. Porque al no residir ahí la complicación, el asunto se torna más complejo.
Dicho de manera burda, si la dificultad de entender cómo funciona algo no está en el objeto, es que se haya enclavada en el sujeto. Esto es, en el campo de las representaciones sociales.
Si una persona que tiene que lidiar con un celular o un cajero automático se siente intimidada o torpe, lo más probable es que estemos frente a un sentimiento de “fuera de lugar”.
Sujetos que sin más se miran a sí mismos como aquel cosmonauta que en la cinta Odisea del espacio, la obra maestra de Kubrick, es lanzado a la infinitud de aquel territorio sideral en el que flota sin rumbo y sin gravedad que lo fije a ningún punto.
Presente como fenómeno de época desde la irrupción misma de la masiva expansión de lo digital, el desfase generacional se ha visto dramáticamente evidenciado por la pandemia.
Actividades de todo tipo se han visto cruzadas por esta transición digital acelerada por las nuevas reglas de convivencia que la pandemia ha traído consigo.
El resultado de este desembarco masivo y apresurado en las playas del Dunkerque cibernético de nuestra era seguirá, empero, sin estar muy claro mientras no se atienda el caso de los rezagados.
Las cifras no son halagüeñas ni siquiera en países en los que se supondría que están todos los medios a disposición de las personas que han de transitar simbólicamente entre el mundo anterior y el actual.
A este respecto baste citar sólo a manera de ejemplo las cifras que compartía el diario El País recientemente, según las cuales en España el 65% de personas entre los 55 y 74 años no poseen habilidades digitales básicas.
En la otra orilla, como es de suponerse, se hallan los más jóvenes, es decir, aquellos entre 16 y 24 años, poseen con holgada suficiencia de esas mismas habilidades digitales que tanto parecen hacer padecer a los mayores.
Mas, ¿es esta brecha digital resultado únicamente de un sesgo generacional en el que toda explicación estaría siendo colocada en torno a quién nació cuando había computadoras y quién no?
Ana Sainz, directora general de la Fundación Seres, entidad que patrocinó el estudio sobre habilidades digitales por edad en España, advierte con tino a este respecto: no siempre se trata de capacidades reales.
Estereotipos, percepción y prejuicios entran en acción al momento en que cierto número de adultos entran en interrelación con los aparatos digitales, subraya Sainz.
Así, por ejemplo, en lo que la directiva de Seres nombra como el “edadismo”, para referirse a la discriminación por edad, subyace la especia fácilmente difundida de que “el cerebro tiene su apogeo a los 30 años y el declive a los 55”.
Esta idea que tiende a enaltecer la plasticidad del cerebro de los más jóvenes, pasa por alto, no obstante, la bien documentada experiencia que indica que “a partir de los 50 es cuando el liderazgo muestra su mejor versión”, asegura Sainz.
No hay duda, dice la directiva española, de que al momento de liderear equipos marcados por la diversidad, es la experiencia la que demuestra un rendimiento superior.
El llamado, pues, es a reconsiderar el prejuicio que lleva a que un porcentaje muy alto de reclutadores dé por hecho que la edad mayor es un hándicap en contra, cuando puede ser todo lo contrario.
Hay un conocimiento que aún en la era digital sólo puede ser forjado a través de los años, un tipo de templanza que sólo el paso del tiempo da.
Sobresale en esta dirección el que la habilidad para resolver problemas complejos y las capacidades asociadas con un pensamiento crítico, sean consideradas dos de las fortalezas más altamente valoradas en el contexto actual.
No porque los más jóvenes no puedan resolver problemas complejos o estén negados frente a lo que demanda un pensamiento crítico, pero sí reconociendo que se trata de cualidades que tienden a asentarse con el tiempo, cuando las hay.
En todo caso, lo que aflora es más allá de “aprender” de computación o a “manejar” celulares, el salto a la plena integración a la sociedad digital que reside en otros ámbitos.
Se trata, particularmente, de trastocar el mundo de las representaciones simbólicas en las que se coloca a los adultos como insalvables outsiders de lo digital.
Y lo que es aún más importante, la posibilidad de que esos adultos se dejen de mirar a sí mismos de esa manera.
Incluir a quienes tienen pocas o nulas habilidades digitales es, por extraño que suene, la mayor habilidad que el mundo digital deberá mostrar de aquí en adelante.
Inclusión.
Lo digital se impone pero genera temor, como si una tecla oprimida por error fuese a borrar para siempre el contenido del dispositivo, es un obstáculo difícil de franquear para quienes contamos con más de 50 años.