En la tradición cristiana, la actividad central del mensaje de Jesús fue el anuncio del Reino. Una experiencia que Él reconoció en su existencia y que lo impulsó a compartir con quienes tuvo a su alrededor.
En efecto, Jesús nunca se identificó estrictamente como la segunda persona de la Trinidad, sino que en su vida descubrió cada día mejor que el Yahvé aprendido por su tradición, en realidad era un Padre amoroso que proporcionaba a sus hijos todo lo necesario para que vivieran felices.
La comprensión que tuvo Jesús de Yahvé como Padre obliga a revisar la tradición patriarcal, tan mal vista en la actualidad por entenderse solamente como dominio, imposición e injusticia; sin embargo, en aquel contexto y en aquel tiempo el patriarca es el que sabe, el que guía, el que protege, el que genera, el que consuela, el que acoge, el que enseña, el que proporciona el lugar seguro donde acampar.
El patriarca, para las tribus nómadas del desierto era una figura fundamental pues conocía las rutas y sabía elegir el lugar propicio para acampar y resguardarse de las dificultades del entorno, pero no solo eso, también era quien regulaba las relaciones entre las personas; con ello brindaba una estructura sólida, una armonía entre las partes y un espacio existencial en donde todo su clan podía vivir.
Jesús entendió a Yahvé precisamente como uno de los grandes Patriarcas (Aba) de su tradición y compartió las medidas provenientes de Dios para una vivencia armoniosa entre todos los seres humanos, muy diferentes a la forma entendida en general por sus contemporáneos.
Así, la predicación y la actuación de Jesús era la expresión de esta certeza. Más que definir filosóficamente quién era Dios, el Mesías describía a través de parábolas, como la oveja perdida (Lc 15, 11-32), de su comportamiento: sanando enfermos (Mc 1, 34) y comiendo con pecadores y publicanos (Mc 2, 16) y de sus enseñanzas como amar al enemigo (Mt 5, 43-48) aquello que sucedía en el Reino.
Eso que Jesús vivía y compartía era la obra de vivirse desde la experiencia del reinar de Dios en su vida, vivencia que intentaba compartir con sus contemporáneos para que encontraran la misma esperanza, confianza y paz que Él gozaba.
En el Reino florecen cuatro características fundamentales: Perdonar, liberar, incluir y compartir. Actitudes que parten de Dios hacia la humanidad y que motivan lo mismo en los seres humanos que las experimentan.
La primera de ellas, el perdón es el detonador de todas las demás. En aquel tiempo el pueblo de Israel se experimentaba eternamente en deuda con Dios pues no llegaban a superar el pecado y entendían las tragedias humanas como castigos divinos. Jesús, en cambio descubría que la vida implicaba complicaciones, pero que de ninguna manera eran castigo divino.
Así, frente a los remordimientos por pecados cometidos y la comprensión de la enfermedad o posesión demoniaca como castigo divino, la sanación era entendida como el restablecimiento dela cercanía con Dios que se experimentada como perdón incondicional e inmerecido.
Al ya no sentirse en deuda, la persona se liberaba de la dura carga que le impedía mirar (Jn 9), escuchar (Mc 7, 32-35), expresarse (Mt 9, 32-33), levantarse (Jn 11, 38-44) y caminar hacia una vida mejor (Mc 2, 3-12).
La liberación permite el regreso a la comunidad, el vivirse nuevamente incluido y con derecho a las bondades que la compañía de otros proporciona a la persona.
Finalmente, el gozo experimentado por la vida nueva recibida, impulsa a la persona a compartir y compartirse, aportando a las y los demás aquello que tiene y que es, en una actitud de servicio, porque sabe que la vida plena de los demás depende de su actuar comprometido.
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