Resulta curioso echar la vista atrás a una época no muy lejana, pero radicalmente distinta a la actual. Me refiero a principios de los años noventa. En los últimos días y por sugerencia de mi esposa, estoy viendo en una plataforma de streaming una serie de aquella época que fue muy popular de este lado del charco. Me refiero a Doctor en Alaska, ambientada en una era pre internet y donde los teléfonos móviles tan solo servían para que unos cuantos privilegiados hiciesen llamadas telefónicas. En uno de los capítulos titulado “Democracia en América” se realizan elecciones en el pueblo donde ocurre la historia para elegir al alcalde. Aunque no puede votar por haber estado en la cárcel, el locutor de radio local suelta largas peroratas sobre la maravilla del sistema electoral y, una vez concluidas las votaciones, la vida vuelve a la normalidad con un cambio de poderes civilizado y sin ningún tipo de resentimientos.
Recuerdo las elecciones de 1992 en los Estados Unidos y cómo una vez certificada la derrota George Bush padre reconoció el resultado y llamó al candidato vencedor para felicitarlo y ofrecerle su ayuda en la transición. Cierto, el día de la toma de posesión de Clinton, el presidente saliente tenía una cara de dolor como si hubiese perdido a un ser querido, pero fuera de su expresión facial todo se desarrolló de manera civilizada. Nada que ver con la toma de posesión de Miterrand 12 años atrás en que poco faltó para que Giscard d’Estaing le echase en la cara los códigos nucleares al socialista, evidenciando un muy mal perder.
Desafortunadamente, 30 años después, en la democracia 2.0 han desaparecido los buenos modales y triunfado el mal perder, la grosería e incluso los intentos de golpe de Estado para intentar ganar con la fuerza lo que no se pudo con los votos. Decir que la devaluación de la democracia norteamericana llegó con Trump sería una simpleza. Podríamos remontarnos a la victoria de Bush hijo con los tan controversiales resultados en el Estado de Florida, cuyo gobernador era su propio hermano, un “genio” que saludó a Zapatero como el presidente de la república española. El hecho mismo de descalificar al oponente en un slogan electoral (es la economía, estúpido) como lo hizo Clinton, ya es en sí un signo de descomposición de la democracia.
Incluso podríamos remontarnos al periodo de Nixon bajo cuyo mandato, como sabemos, se espío a los rivales políticos y se inventaron fake news (aunque en aquella época lo llamaban de otra manera) acerca de los candidatos demócratas. Es más, si queremos ser puristas, podríamos remontarnos a la reñida elección de Kennedy donde, según dicen algunos historiadores, podría haberse dado un fraude electoral.
Sin embargo, lo que es un hecho es que las reglas del juego antes eran claras en materia electoral. Se podía protestar, pedir recuentos, pero llegado un momento los candidatos perdedores reconocían su derrota y allanaban el camino a su rival. Así lo hicieron Nixon y Gore a fin de no perjudicar la imagen de su país. Lo que sí se acabó con Trump fue la buena educación en la política norteamericana. El hecho de insultar a todo un país para ganar votos y conseguir su objetivo es, en sí mismo, otro signo de la descomposición del sistema. No era la primera vez que un candidato achacaba a los inmigrantes mexicanos todos los males (recordemos a Pete Wilson), pero sí fue el primer candidato que insultó a nuestro pueblo y fue votado masivamente. De ahí a que sus electores se creyeran las mentiras de fraude electoral y acudiesen en tropel al capitolio sólo había un paso. Lo peor de todo esto es que, siendo Estados Unidos el faro del mundo, poco tiempo se ha necesitado para que surgieran imitadores como ocurrió a principios de año en Brasil.
Hace 30 años, los medios por los cuales la gente se informaba del acontecer diario eran muy limitados (prensa, radio y TV). No cualquiera podía soltar su opinión en esos medios. Para ser oído se necesitaba tener una carrera y la confianza de los dueños de esos medios o de las personas a las que ellos encargaran esa labor selectiva. La argumentación, por ende, era mucho más razonada y sosegada. No bastaba con lanzar la acusación.
Hoy en día, con la democratización de la opinión mediante las redes sociales cualquier opinión –incluso la mía–, es susceptible de llegar a un gran número de personas y ciertamente ya no existen los filtros. Si acaso el único temor de un bloguero o influencer es una eventual demanda que, si llega a producirse, se queda en nada casi siempre como ocurrió en el pleito entre el chiringuito de jugones e Iñaki Angulo. Si los líderes políticos y los comunicadores tienen barra libre para soltar cualquier burrada, no debe extrañarnos que la gente acabe creyendo en todo tipo de teorías de la conspiración y actúe en consecuencia.
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