Luego de décadas de espera y un sinnúmero de proyectos fallidos, finalmente el 17 de enero pasado apareció en el Diario Oficial, la legislación que dota al conocimiento y a las expresiones culturales tradicionales de los pueblos indígenas de tutela jurídica efectiva. Sin plazo para adoptar medidas preventivas de transición, la ley inició vigencia en forma inmediata.
No se trata de una ley que se emita para solo cumplir el requisito de llenar un vacío normativo o de cumplimiento precipitado a algún compromiso internacional. Se trata de un documento robusto y calculado, no solo en su articulado, sino en el impacto que tendrá en nuestro sistema de Propiedad Intelectual y en la administración del patrimonio cultural del país.
Asumiendo que su análisis requerirá de un ejercicio profundo y detallado, una revisión general nos conduce a su principio esencial, consistente en el reconocimiento que hace el Estado del derecho colectivo de propiedad de los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas sobre su patrimonio cultural, conocimientos y expresiones culturales tradicionales, así como a las manifestaciones asociadas a los mismos que, de manera continua o discontinua, han practicado y les fueron transmitidos por miembros de su propia comunidad de generaciones previas. También, agrega la nueva norma, tienen derecho a la propiedad intelectual de dicho patrimonio cultural. Este es un primer punto de inflexión: no solo se reconoce la Propiedad Intelectual de sus expresiones culturales a los pueblos indígenas, sino “su propiedad”, cualquier cosa que eso signifique en este contexto.
Dicho reconocimiento, agrega la ley, les confiere la potestad de decidir las manifestaciones de su patrimonio cultural inaccesibles a cualquier clase de uso o aprovechamiento por terceros y aquellas disponibles previo acuerdo o consentimiento de los interesados. En ese mismo sentido, la ley dispone que tendrán especial protección sus tradiciones, costumbres y ceremonias espirituales y religiosas, sus lugares sagrados y centros ceremoniales, objetos de culto, sistemas simbólicos o cualquier otro que se considere sensible para las comunidades, a fin de garantizar sus formas propias de vida e identidad, así como su supervivencia cultural.

Los pueblos y comunidades tendrán el derecho de reclamar, en todo momento, la propiedad colectiva reconocida en esta Ley, cuando terceros utilicen, aprovechen, comercialicen, exploten o se apropien indebidamente, de elementos de su patrimonio cultural, incluyendo reproducciones, copias o imitaciones, aun en grado de confusión, sin su consentimiento libre, previo e informado. Un punto de especial atención es el postulado de que corresponde a cada pueblo y comunidad, de acuerdo con sus usos y costumbres, decidir los elementos distintivos de su cultura e identificar las manifestaciones que se encuentran en situación de riesgo, así como las formas y medios para garantizar su continuidad.
Entre las disposiciones más polémicas de la nueva ley sin duda se encuentra el tema del registro que será operado para dar de alta esta clase de propiedades, así como las drásticas sanciones para castigar penal y económicamente a los infractores. En la parte de delitos el legislador no atemperó sus ánimos justicieros, previendo una sanción de hasta 10 años de prisión, y multa, a quien se apropie indebidamente de expresiones culturales tradicionales, entendiéndose como tal ostentarse como propietario, autor, creador o distribuidor de alguno de estos elementos del patrimonio de los pueblos indígenas. En ese mismo tenor, la ley contempla sanciones de hasta 8 años para quienes usen, reproduzcan, imiten, difundan o vendan productos que materialicen expresiones culturales que sean objeto de protección de la ley.
En este momento son muchas las interrogantes, y solo al paso de los meses será posible ir disipando la neblina que rodea aún al tema. Los cómo, quiénes y cuándo, aparecen al paso de cada precepto, pero es claro que estamos en presencia de un ordenamiento disruptivo, de avanzada, casi diría que entre lo valiente y lo temerario, y que solo en el mediano tramo empezaremos a reunir elementos para evaluar sus efectos. Mucho, me atrevo a decir, dependerá de lo atinado de su implementación.
Para muchos, el hecho puede ser visto como la culminación de un arduo trabajo parlamentario, que con sensibilidad y compromiso ha logrado arribar a una legislación robusta que protege sin regateos la creatividad de los pueblos indígenas, respondiendo a una demanda histórica de justicia. Para otros, la ley parte de escenarios ficticios y plantea hipótesis irrealizables que, más allá de lograr la reivindicación de los derechos de los pueblos y comunidades, alejará a los usuarios de obras de este tipo hacia otras expresiones artísticas que supongan menores riesgos.

Lo cierto es que, si resumimos algunos puntos esenciales del esquema normativo, se verifica que desde este momento existe un registro para documentar y catalogar este tipo de expresiones, a partir del cual se establecerán titularidades de derechos. Eso no quiere decir, de ninguna manera, que aún sin registro no se puedan seguir acciones en contra de personas o empresas que utilicen este tipo de creaciones sin autorización. Llama la atención, por ejemplo, que se considere infracción poner a disposición del público, a través de cualquier medio electrónico, elementos del patrimonio cultural de comunidades indígenas sin su consentimiento. Para darnos cuenta del alcance de este supuesto basta con revisar páginas web que promuevan, por medio de imágenes, servicios turísticos en regiones indígenas.
De hecho, la ley, en un supuesto que causará dolores de estómago a los especialistas en derecho administrativo, violando el principio general de no aplicar sanción cuando no hay ley, prevé la opción de “crear” nuevos tipos de infracciones a partir ¡de la interpretación de su texto o de su reglamento! Y para no dejar espacio a la especulación, la multa puede llegar a cinco millones de pesos, con independencia de los daños y perjuicios que se deberán pagar a la comunidad afectada.
Estos supuestos no ayudan a promover la difusión y el uso de la creatividad indígena, e incluso desalientan que empresas consolidadas se acerquen a gestionar autorizaciones, ante la posibilidad de involucrarse en algún escenario de riesgo. En ese caso, la paradoja será que la ley, que pretende tutelar, juegue en contra de los pueblos y las comunidades, dejando en la oscuridad de la indiferencia su extraordinario arte, conocimiento y tradiciones.
Aún así, debemos estar optimistas de que contamos ya con esta necesaria pieza legislativa, y que todos estamos llamados a colaborar en lograr que sus disposiciones lleguen a los sujetos beneficiarios de la misma, y al propio tiempo, construir los mecanismos y reformas necesarias para mejorar el sistema en la medida en la que se avance en su implementación.