Dicen que lo perfecto es enemigo de lo bueno y, por lo que podemos ver en el mundo, podríamos aumentar lo bueno, aunque no todo fuera perfecto. Tener una meta alta a la cual aspirar, ayuda mucho a impulsar cambios y a cumplir con objetivos, pero es mejor conseguir esos logros concretos que pueden escalarse hasta que se convierten en esa transformación permanente que soñamos.
Hoy estamos discutiendo públicamente dos temas torales: la educación y la desigualdad, esta última reflejada en la medición de la pobreza; sin embargo, no hablamos de las dos en conjunto y eso podría hacernos perder de vista el bosque, por concentrarnos en los árboles.
Un axioma muy utilizado antes, establece que un mayor acceso a la educación reduce la pobreza, porque aumenta las oportunidades. Si bien por un lapso el ascensor social fue el nivel educativo, desde hace unas cuatro décadas ese efecto se redujo paulatinamente por una economía nacional que, al abrirse a finales de los años 80, se cerró a la competencia y al desarrollo de un mercado interno para favorecer a los grandes jugadores industriales y a las fusiones que hoy concentran muchos sectores de la industria y del comercio. Es decir, tenemos menos creación de empresas nacionales, los emprendedores tienen un periodo de dos años en promedio de supervivencia y un título universitario ya no garantiza un puesto competitivo de trabajo.
El rezago de los salarios, justificado por el miedo al aumento de la inflación, y el deterioro de un sistema de educación pública, que favoreció la explosión de uno privado que se encuentra en entredicho porque se volvió un negocio con estándares cuestionables de calidad, hicieron que la preparación terminara por no ser el factor para aspirar a un nivel de vida mejor. Lo que no se detuvo fue un capitalismo de cuates, fundamentado en relaciones, exenciones, y en segmentos de mercado que no expandían su oferta, sino que vivían bien de las comisiones que sus clientes pagaban. No hace falta mencionarlos, están a la vista de todos nosotros como consumidores.
Si la preparación académica no era el fiel de la balanza y tampoco la inclinaba una reducción de la desigualdad, entonces alguien tenía que ofrecer alguna opción de progreso y fue cuando el crimen, relacionado con otros ámbitos del poder, puso en la mesa ese espejismo tan falso como atractivo que se repite a través de todos los canales de entretenimiento que tenemos, de la música a las series por plataforma digital. Que nuestros ídolos modernos sean figuras que poco, o nada, tienen que ver con el desarrollo de la ciencia y el estudio, pero sí con el “glamour” y la fama instantánea, es producto de moldear durante mucho tiempo una sociedad bastante individualizada, en donde lo colectivo perdió su importancia. Tristemente, eso también afectó que avanzáramos como una sola comunidad hacia un futuro más prometedor.
El cambio más destacado en estos cinco años será sin duda la política social que ha sacado de la pobreza a más de cinco millones de mexicanas y de mexicanos, a los que deberemos ofrecerles la oportunidad de contar con educación de calidad en sus diferentes niveles y servicios de salud universales y gratuitos. En esa dirección vamos, pero una sociedad inteligente debe comprender que cerrar la brecha de la desigualdad es la condición para que tengamos una población con un mayor equilibrio en todos los sentidos. En eso, la eliminación de la subcontratación y el aumento del salario mínimo, a la par de una disminución sostenida de la inflación en lo que va del año, compensa el daño económico causado por la pandemia y la desarticulación de un sistema que, es claro, no estaba orientado a la atención de la mayoría.
¿Deberíamos estar mucho mejor, dadas las condiciones que tiene México y las circunstancias que lo favorecen hacia delante? Por supuesto que sí, pero esto que nos ha ocurrido es bueno y lo que tenemos que hacer como ciudadanos es impulsar a que sea mayor y mejor. Aún tenemos a cinco de cada diez personas en situación vulnerable y contamos con recursos naturales, humanos e industriales que, sin una emergencia como la que acabamos de superar, podrán aprovecharse para que tres de esos cinco tengan el mismo destino en los próximos seis años. Imaginemos qué tipo de país tendríamos.
De lo que se trata es de tener bien puesta la mirada en el objetivo principal: no dejar de invertir en la construcción de la paz, la atención de los jóvenes, el combate a la corrupción y a la impunidad. Si la oferta falsa del crimen pierde sentido gracias a que es más fácil ganarse una buena vida con un trabajo digno y estable; a la par de subir por la escalera social a través de la preparación intelectual, entonces la seguridad aumentará en todo el territorio.
Esta no es una discusión sobre preferencias o ideologías, es una que solo tiene que ver con lo que podemos hacer nosotros como sociedad para que las autoridades que elegimos sigan apoyando a los segmentos más vulnerables, respaldando a la juventud y apostando a tener la infraestructura que demanda cualquier país que quiera considerarse desarrollado: escuelas, hospitales, clínicas y áreas públicas dignas, bien administradas y con los insumos suficientes, además de con los profesionales comprometidos con su atención.
Lo hecho en estos temas no se debe regatear y, aunque el respeto a las diferencias de opinión siempre debe prevalecer, lo relevante es qué sigue, cómo podemos estar mejor y a partir de ahora qué México estaremos construyendo. Eso sí, en la misma dirección social y de apoyo a quienes más lo necesitan; solo así podremos lograr la paz y la prosperidad que esta nación tanto reclama y también tanto merece.
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