Los caminos del asombro
Gonzalo Rojas-May

La tierra de los espejos

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La verdadera dificultad es el apuro, la prisa por escapar del dolor o por profundizar el goce. La impaciencia es un mal que nos afecta a todos.

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Lectura: ( Palabras)

Todos tenemos el recuerdo del momento en que el asombro se nos apareció por primera vez. Sea como un destello deslumbrante o un instante doloroso, cada persona guarda en su memoria una experiencia primaria en la que el velo de la supuesta normalidad cayó y ya nunca más fuimos los mismos. Esos sucesos, para muchos, resultan un punto de inflexión definitivo. 

La perplejidad supone una oportunidad para la acción o el estupor. En el primer caso, el devenir, más allá de la interpretación que hagamos de lo experimentado, nos impulsa a cruzar nuestros límites y lanzarnos a la aventura de hacernos más resilientes, a ser más conscientes de lo que tenemos en juego ante nosotros. El camino que se nos abre es, ante todo, una invitación a ir por más, a traspasar bordes y fronteras, a atrevernos, aunque por dentro el miedo nos devore.

Por otra parte, el estupor, nos paraliza, nos obliga a detenernos, ya sea aterrados o ensimismados en pensamientos y respuestas construidas mucho más sobre teorías funcionales a una posición que nos resulta conocida, que sobre una realidad objetiva. En el estupor reside el miedo, pero también el instinto de supervivencia.  Al fin y al cabo, no se trata de cobardía, sino que de la búsqueda fisiológica y mental de una oportunidad, de una posibilidad de salir del lugar inhóspito en el que nos encontramos.

perseverancia
Imagen: he Business Journals.

El asombro, sea como una posición de impulso o parálisis, es siempre un punto en el que convergen la suma de nuestras experiencias libidinales, junto con nuestros deseos, fobias, conciencia de muerte y profundo apego a la vida. 

Es en ese espacio, en esa instantaneidad, donde el optimismo puede constituir una experiencia fundacional. Es éste el que posibilita, sea desde el desborde de energía de nuestras pulsiones o desde la cautela del espectador que aguarda el momento propicio en que la perplejidad se normalice, aquello que nos permita escapar de lo que nos aturde y desconcierta.

Pero el problema trasciende al optimismo en todos sus formatos o a la estupefacción que ha estallado ante nuestros ojos. La verdadera dificultad es el apuro, la prisa por escapar del dolor o por profundizar el goce. La impaciencia es un mal que nos afecta a todos. 

Las experiencias delirantes del asombro se vistan como enamoramiento o espanto, inevitablemente llevan consigo la trampa del tiempo. La percepción subjetiva y hasta irracional de que hay algo que no debemos dejar escapar o, por el contrario, de que debemos huir, a como de lugar, del momento en el cual nos encontramos, apostando a que de esa manera aquello que está ocurriendo deje de ser real.  Sea como un “no quiero dejar de sentir lo que siento” o “no quiero que pase lo que está pasando”, la perplejidad va siempre entrelazada a la impaciencia.

paciencia en la vida
Imagen: La Mente es Maravillosa.

El optimismo realista puede ayudar a resolver la ecuación; pero para ello hay que apostar a la lucidez antes que al deseo. Todos sabemos que la verdad de los milagros siempre esconde costos hundidos que preferimos omitir centrándonos en el resultado, antes que en proceso.  Pero claramente eso no es más que una postura facilista carente de todo rigor intelectual e incluso juicio de realidad. La mayor parte del espacio de tiempo que denominamos nuestro ciclo vital, no está formado ni por puntos de partida, ni por metas, sino por los períodos que unen esos puntos. El optimismo consiste, en definitiva, en transitar nuestro espacio temporal con consciencia reflexiva, capacidad de goce, valentía y determinación.  El estupor es tan necesario como el impulso vital. La verdadera antagonista del asombro y la creatividad es la impaciencia.

Ya nos lo dijo Kafka: “Dos pecados capitales existen en el hombre, de los cuales se engendran todos los demás: impaciencia e indolencia. Fue a causa de la impaciencia que lo han expulsado del paraíso, al que no puede volver por culpa de la indolencia. Aunque quizá no existe más que un sólo pecado capital: la impaciencia. La impaciencia hizo que lo expulsaran, es con motivo de la impaciencia que no regresa”.

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