“Puedo decir que contamos con el apoyo y la colaboración del sector privado nacional”, dijo López Obrador en su informe trimestral el domingo pasado, lo cual no es del todo cierto.
El congelamiento de inversiones privadas durante el año pasado y éste, es el mejor termómetro del distanciamiento entre gobierno e Iniciativa Privada (IP) que la pandemia hizo público.
Ni siquiera el Plan Nacional de Inversión en Infraestructura, avalado a fines del año pasado por Antonio del Valle Perochena, del Consejo Mexicano de Negocios, y por Carlos Salazar, presidente del Consejo Coordinador Empresarial, junto con López Obrador, ha sobrevivido.
Era un marco de activación económica con 1,600 proyectos de inversión carretera, aeroportuaria y portuarias, y una inversión total estimada en 424 mil 149 millones de dólares en cinco años, de la cual, el 56 por ciento sería empresarial y el 44 por ciento pública.
Debió arrancar en enero pasado y ni siquiera fue mencionado por el presidente el domingo. La reactivación económica, dijo, vendrá por la inversión y creación de empleos de las obras que emprenda el gobierno.
El martes, Carlos Salazar, hizo pública la propuesta que le presentó al presidente para apoyar fiscalmente a las empresas a sortear la recesión, la cual, dijo, fue rechazada por “la autoridad”.
Si hubo un principio de entendimiento entre el actual gobierno y la IP, fue en lo tocante al combate a la corrupción, pero no lo han alcanzado en cuanto a las reglas de inversión privada.
Por los excesos que alcanzó durante los últimos gobiernos, la corrupción erosionó en extremo las bases sobre las que se toman las decisiones de inversiones productivas y la confianza en las instituciones. Las empresas al margen de la red de complicidades, quedan en desventaja competitiva.
En cuanto a las reglas de inversión, para López Obrador representa un conflicto hacer concesiones a negocios privados con recursos que, desde su parecer, deben ser transferidos a favor de los pobres.
La IP, por su parte, tiende, en general, a fincar su “confianza” en el apoyo, concesiones, condonaciones, garantías y a fin de cuentas, privilegios del gobierno que protejan sus inversiones de todo riesgo.
Esto no es nuevo; México ha vivido, por lo menos desde 1940, bajo lo que se conoce técnicamente como una oligarquía, un gobierno de pocos que reúnen enorme poder político y económico. Con priistas y panistas tuvimos gobiernos que en vez de proteger la legalidad y fomentar las inversiones al crear infraestructura, regulaciones y orientar actividades estratégicas como cualquier gobierno moderno, otorgaron privilegios y, en el neoliberalismo, remataron activos de la nación para el descomunal enriquecimiento rápido de unos pocos.
La pandemia, crisis de salud pública sin precedentes en más de un siglo y el cierre de toda actividad económica no esencial, nunca antes requerido para salvar vidas, harán que las empresas de todo tamaño tengan menos ingresos de lo que les cueste conservar su nómina de empleados y trabajadores, y cubrir demás gastos fijos.
López Obrador rechazó incurrir en mayor déficit fiscal o elevar la deuda pública para contar con recursos y diferir el cobro de impuestos y contribuciones empresariales; cierto que muchos países han implementado medidas de apoyo fiscal a empresas, con buenos resultados contra la depresión sólo en economías desarrolladas, cuyo eje son las empresas consolidadas.
Las medidas de apoyo a las empresas que contempla el gobierno de México son para las microempresas –94% de los negocios en México y 40% del empleo formal– con créditos minúsculos de 25 mil pesos a pagar en tres años; el aumento de la inversión pública complementaría el esfuerzo para salir de la recesión.
Si no cambia la perspectiva del gobierno, las pequeñas, medianas y grandes empresas consolidadas de México, tendrían que solventar su sobrevivencia durante los próximos meses con recursos propios, pactando el diferimiento de compromisos crediticios y de cobranza entre unas y otras.
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