El arte es experiencia y manifestación del tiempo: la contemplación y la creación suceden en el tiempo, en un presente intransferible que acontece en el individuo, cada acción, decisión y estado que el arte provoca o necesita es una consecuencia…
La experiencia de la realidad encuentra su cimiento existencial en la noción del aquí y ahora, en el espacio y el tiempo. Es la relación con lo que vivimos, hacemos, sentimos en un momento y un lugar específico, que provocamos en nuestro sentido de la libertad o aceptamos en un designio de la fatalidad.
El arte es experiencia y manifestación del tiempo: la contemplación y la creación suceden en el tiempo, en un presente intransferible que acontece en el individuo, cada acción, decisión y estado que el arte provoca o necesita es una consecuencia del individuo que lo vive, lo enfrenta y lo integra a su estar en el mundo.
Las tres niñas pelan patatas, sin levantar la vista, concentradas en su labor están sentadas en una sucesión de movimientos, las cáscaras rizadas caen en el suelo, los vestidos rojos dan armonía y fraternidad a la escena, a espaldas de la niña mayor la puerta abierta se prolonga en una fuga, la profundidad plantea un trayecto. El tiempo pasa mientras ellas pelan las patatas, ellas lo experimentan a través de su labor, y el espectador mira la obra pintada en 1896 por el pintor belga Léon Frédéric, y la contemplación sucede en el presente del que mira, en el aquí y ahora que se suma a la memoria y forma parte de las nociones que enriquecen nuestra propia construcción de la realidad.
‘Las tres hermanas’ (1896), Léon Frédéric.
El proceso de creación de Frédéric, la observación que suspende el movimiento de las manos, la mirada, los pliegues de los vestidos se trasforman con la invención, el pintor decide cómo es su propia versión de la realidad en la composición, al elegir el color rojo para los vestidos, al matizar el cabello de las niñas de rojo y, además, en una metáfora de la vida que están por continuar, abre la puerta a un pasillo sin destino visible.
Rothko en su pintura Light red over dark red, de 1957, aplica las capas de color, espera que sequen, las desvanece, sumando las capas del tiempo, la sensación de que el pasado queda en el fondo de una continuidad interminable que plasmada detiene la incesante marcha, y permite el instante de contemplación, de entrar a cada uno de los colores, a cada matiz que exigió autonomía para integrarse sin desaparecer.
‘Light red over dark red’ (1955-57), Mark Rothko.
Mientras la experiencia cotidiana nos hace sentir que el presente está “vivo” y el pasado está “muerto”, que el futuro guarda una promesa, el arte rompe con esa noción, y trae sus manifestaciones a una vida perpetua, la obra de Rothko o la de Frédéric o los primeros dibujos de hace 40 mil años, están vivos en la experiencia de la creación y la contemplación.
Mientras la sociedad dicta un uso utilitario del tiempo, en el que cada instante debe ser productivo, crear beneficios y capital, el arte desobedece esa imposición, existe en el no hacer, la meditación, la observación, exige que el aprendizaje sea lento, probar y comprender los materiales, que los errores guíen. El arte es una liberación que otorga al espíritu el estar y vivir, el arte rompe con la obsesión del desgaste, el arte es eterno.
El contenido presentado en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa la opinión del grupo editorial de Voces México.
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Si comienzo diciéndoles que el tiempo es de naturaleza aporética, me van a dejar de leer en este momento. Les pido que no lo hagan; nada más les digo que aporía es una dificultad lógica insuperable. Por ejemplo, la que elabora Paul Ricoeur a partir de lo expuesto en el libro XI de las Confesiones de san Agustín: puedo sentir el tiempo, pero quizá me sea imposible definirlo si alguien me solicita que lo explique: “¿Qué es entonces, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé, y si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé” (Agustín, Confesiones en Paul Ricoeur, Tiempo y narración, vol. 1, p. 45).
Todos sabemos que no es lo mismo pasar cinco minutos debajo del agua o en un examen de matemáticas, que cinco minutos disfrutando de una buena conversación. La experiencia del tiempo es sumamente variable, subjetiva y depende de múltiples circunstancias. Esto, tan teórico aparentemente, me da vueltas en la cabeza desde que comenzó la pandemia y, en medio de la histeria de aprender de la noche a la mañana a utilizar plataformas para dar clase vía remota (y para colmo, hacerlas entretenidas), yo leía y leía a personas que “ya se habían aburrido” de estar en casa. Definitivamente, no vivimos el tiempo de la misma manera.
Ha habido numerosas revisiones y reflexiones este mes, a un año de haber comenzado el tan relativo confinamiento en México y de que la Organización Mundial de la Salud hubiera declarado la pandemia. Vamos a traer a la mesa tres conceptos que elabora Ricoeur: el tiempo vivido (más cercano a la experiencia física e individual del tiempo), el tiempocósmico, entendido también como el “tiempo del mundo”, el que nos precede como individuos y el que seguirá cuando ya no estemos y finalmente, el tiempodel calendario; es decir, la convención social en la cual nos movemos diario, el “9 a 5” que caracteriza algunas jornadas de trabajo, la campana que marca el fin de una clase, etc. Quisiera ponderar estas categorías en nuestra coyuntura, a riesgo de trivializarlas, a ver si sacamos algo en claro.
Imagen: BBC.
La estancia 24/7 en un lugar en el que antiguamente pasábamos menos tiempo (es decir, nuestros hogares), la convivencia constante con familiares que, de pronto, no reconocimos o, al contrario, con quienes estrechamos lazos; la pantalla como espacio omnipresente a través del cual compramos, estudiamos, trabajamos y platicamos con los amigos, nos arrojó, invariablemente, a una nueva percepción del tiempo cotidiano. Quienes, menos favorecidos, no contaban con computadora para volcar su vida a la pantalla, tuvieron, más probablemente, un teléfono celular a partir del cual redirigieron su trabajo y su sociabilidad.
Lo que más me llama la atención de la percepción “convenida” del tiempo en la pandemia es la constante referencia al término de la misma. “Cuando esto acabe…” haremos, compraremos, saldremos, nos veremos. Pero esa fórmula se convirtió (y hasta hay memes al respecto) en una salida falsa para dar largas y no hacer lo que no queremos hacer. “Cuando esto acabe” corre el riesgo de ser asumido como parte del tiempo cósmico, de no llegar nunca, o de llegar forzadamente antes de lo necesario.
Ahora bien, el tiempo del calendario se puede representar con las actualizaciones semanales del semáforo epidemiológico. “Ahora estamos en anaranjado”, y de pronto pasamos a rojo otra vez. ¿Lo vivimos? Sí, pero no en el cuerpo, lo vivimos porque se convino (y las causas de esa convención son muchas, muy variables y quizá muy subjetivas). Por lo tanto, no lo creemos. Todo el mundo “cree” en el paso del tiempo cuando se ve una cana más, o cuando ve que se ha arrugado, o cuando se da cuenta de que ahora tarda tres días en recuperarse de la cruda, o porque ha cambiado su metabolismo y por eso no puede bajar de peso. Por eso el tiempo vivido está más “a la mano” y se inscribe en un registro meramente fenomenológico. La fórmula “cuando lleguen las vacunas” se convirtió en una unidad temporal que se aplazó –al poco– y que se identificó con “cuando todos estemos vacunados” o “cuando hayamos logrado la inmunidad de rebaño”. ¿Alguien puede señalar eso en el calendario, al margen de las promesas electoreras y de las expectativas de buena voluntad? Desafortunadamente no, pues sólo son construcciones narrativas.
Imagen: El País.
¿Cómo hemos vivido el tiempo en la pandemia? Todo depende de si pudimos confinarnos o no, de si soportamos a nuestros compañeros de confinamiento o si resistimos el tiempo con nosotros mismos. Dado que aquí nunca se decretó un confinamiento obligado como en otros países, quizá muchos no vivieron la coyuntura del aislamiento (aislamiento de otros o de sus lugares de trabajo y espacios de sociabilidad) pero sí vivieron la desertificación de las calles y de los negocios, el descenso de la actividad económica y la imposibilidad de continuar con trámites gubernamentales, de por sí, nada ágiles.
Para muchos surgieron nuevos marcadores del tiempo del calendario: yo, por ejemplo, recuperé el que me implica la radio, cosa que no tenía hace mucho tiempo. Los pregones callejeros se constituyeron también como marcadores (“¡Ya llegó la basura y yo no me he bañado!”). Los ritmos de las escasas salidas, la frecuencia de las conversaciones en línea y las horas de las clases, que siempre se respetaron, a menos que se cayera el internet o se fuera la luz: en todos los casos, nuestros referentes, ahora convenidos, asimilados a la nueva rutina, fueron irrupciones que convertimos en un andamiaje del cual nos asimos férreamente ante la excepción.
Lo cierto es que ni el optimismo que nos producen las vacunas, ni la expectativa de regresar a la que ahora ya no llamamos más “nueva normalidad” (porque es retórica y no es normal), nos regresarán esas formas de vivir el tiempo que teníamos antes. Quizá quienes tuvimos la oportunidad de ser más reflexivos, encontramos que nuestro sentido del tiempo puede volcarse en marcadores internos que hoy nos resultan más palpables porque, en la soledad, nos conocemos mejor. Otros estarán que brincan de alegría por poder salir al ritmo de los marcadores externos, a empaparse de las cadencias colectivas, ésas que no son tan tiránicas como los ritmos particulares de esa vida familiar forzada que comenzó hace un año. En fin, cada uno sabrá. Lo cierto es que la pandemia se inscribió en el tiempo cósmico, como un periodo (que no sabemos cuánto durará todavía) difícil de olvidar en nuestra historia colectiva y personal y que será, asimismo, un marcador en la larga duración.
El contenido presentado en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa la opinión del grupo editorial de Voces México.