Migrar siempre es una decisión extrema porque rompe con todo lo que se conoce hasta ese momento. Y esa destrucción inicia con dos elementos muy profundos de la conciencia personal: el origen y el arraigo.
Dónde nacemos nos marca para todo lo que viene hacia delante en nuestras vidas y dónde construimos un hogar nos permite echar raíces. Por lo general, ambos sitios coinciden durante la mayor parte de la vida, por eso cuando tenemos que abandonarlos estamos ante una decisión que nos transforma.
Ya sea por falta de oportunidades o la situación social y política del lugar en el que nos encontramos, salir de nuestra tierra significa desarraigarnos de lo que consideramos normal y cotidiano. La única forma en que podemos convencernos de eso es concluir que en otro sitio estaremos mejor y esa esperanza es suficiente para emprender un viaje difícil, lleno de riesgos y también de rechazos.
El resultado de esas migraciones ha moldeado el mundo actual y explica, en parte, los problemas que nos aquejan en el planeta. Naciones enteras han sido fundadas por migrantes y las grandes capitales son, en esencia, ciudades hechas por la migración.
Durante las primeras caravanas que explotaron desde Centroamérica por el endurecimiento de las políticas migratorias en los Estados Unidos, tuve la oportunidad de observar directamente este fenómeno del que tanto se habla, pero poco se sabe.
En ese entonces estaba al frente de una organización civil que atendía a víctimas del delito y en la emergencia acudimos en apoyo del gobierno de la Ciudad de México para recibir a miles de personas en las instalaciones de la Magdalena Mixhuca, donde se estableció un albergue temporal.
Hasta que uno está ahí comprende del todo lo que significa irse de su lugar de origen o de residencia. Miles de personas, niños incluidos, habían cruzado tres países a pie con lo mínimo, que no indispensable, para tratar de sobrevivir; por lo tanto, faltaba de todo: agua, alimento, ropa, calzado, medios de comunicación, ropa de abrigo y cobijo.
Junto a las instancias oficiales, establecimos un punto para que la gente pudiera cargar su teléfono móvil o hacer llamadas y enviar mensajes a sus familiares que se habían quedado en su país. Además, ayudábamos a localizar menores de edad extraviados en el campamento y a otros, muchos adolescentes, que habían llegado antes o después al inmenso albergue ubicado en la pista de atletismo y en sus gradas para reencontrarlos con sus familias y acompañantes. Dábamos indicaciones por si querían salir a algún punto de la Ciudad de México y, con la donación de varias zapaterías, pudimos darle tenis y calzado cómodo a menores, mujeres y adultos mayores, primero, y a los adultos.
La crisis migratoria, como se le llamó entonces, era al mismo tiempo una crisis humanitaria provocada por la violencia, la desigualdad, la pobreza y la concentración en unas cuantas manos de los recursos de países que podrían ser mucho más prósperos de lo que eran y son hasta la fecha. Es importante compartir que, contrario al miedo que provocan las migraciones masivas, no hubo incidentes de ningún tipo en medio de la muchedumbre que vivió por semanas ahí. Tampoco hubo vandalismo o agresiones de ellos hacia nadie, aunque sí de varios capitalinos que expresaron a gritos, desde sus autos, ese temor y ese racismo que aflora cuando miles de personas de otro sitio llegan a un nuevo territorio.
La mayoría de quienes abandonan su país no lo hacen para cometer ilícitos o aprovecharse de la gente que vive en los lugares a los que aspiran llegar, no crean caos, tampoco violencia y la pobreza que exhiben jamás es voluntaria.
La tragedia en la estación migratoria ubicada en Ciudad Juárez es un hecho terrible, que nos debe mover a revisar protocolos de atención y de manejo de personas que no han cometido ningún crimen, más allá de entrar sin documentación. Tendrán que comunicarse los resultados de una investigación que será exhaustiva, pero recordemos que la concentración de las víctimas inició con una petición municipal porque había demasiadas personas migrantes en las calles de Ciudad Juárez solicitando ayuda.
Al final, todos somos migrantes en algún momento, solo que como sociedad debemos tomar consciencia de que somos corresponsables del trato humanitario que podemos darle a quienes llegan a México y es el mismo que demandamos para nuestros connacionales en cualquier otra nación, particularmente en los Estados Unidos.
La solución real es generar las condiciones de prosperidad para que nadie tenga la necesidad de migrar, al menos que así sea su deseo, porque el mejor futuro, tal vez el único posible, están quedarnos a construir la paz y la tranquilidad en nuestra tierra.
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