*Este relato formará parte de una futura
nueva edición de Bestiario chicano.
Un enorme gusano atraviesa de Sur a Norte México. Lo hace tanto de día como de noche. Dada la lentitud con la que se desplaza, es muy fácil para los inmigrantes centroamericanos subirse a lomos de esta lombriz, cuando pasa por tierras chiapanecas. Lo malo es que las tribus salvajes de los Maras y Ñetas, que se alimentan de esta especie viajera también conocen esta debilidad del anélido por lo que suelen esperar a sus víctimas más al norte. No les importa a estas tribus compartir la misma sangre que los desplazados. Ellos solo saben que quieren su ración, y pobres de aquellos que pretendan enfrentárseles.
La situación se agrava si se tiene en cuenta de que nomás cruzar la frontera, los centroamericanos deben pagar tributo a las autoridades del nuevo país que pisan porqué sí, aunque no haya ninguna ley que lo especifique salvo la del más fuerte. Muchas veces cuando se topan con los Maras, ya no tienen con qué pagar lo que provoca su rápida ejecución o, en el mejor de los casos, apaleamiento.

Una vez pasado este impuesto revolucionario, que en muchas ocasiones las hembras pagan contra su voluntad en especie, los centroamericanos sobrevivientes deberán enfrentar otros peligros. En primer lugar, como la Bestia –nombre oficial del gusano–, tarda varias jornadas en atravesar el territorio que de por sí está plagado de irregularidades, no es raro que las fuerzas abandonen a sus jinetes y en un momento dado éstos se queden dormidos y caigan por entre las arrugas de la lombriz. Muchas veces las caídas terminan debajo del cuerpo del gusano y el inmigrante pierde sus extremidades que, a diferencia de lo que ocurre con el cuerpo de los anélidos, nunca le vuelven a crecer.
Sin embargo, el más temido de los peligros que deberán afrontar los pasajeros de tan sui generis medio de transporte se localiza a pocos kilómetros de la tan deseada frontera con los Estados Unidos. Una manada salvaje ávida de sangre recorre esas tierras y se les conoce como los zetas. Cuando los chicanos centroamericanos cruzan su camino con el de los zetas saben que solo tienen dos opciones; convertirse en esclavos de la manada o dejar que se los coman. La mayor parte opta por lo segundo. Prefieren una muerte rápida a una vida en el infierno sobre la tierra. Las vejaciones que luego sufrirán del otro lado de la frontera les parecerán tratos exquisitos a los chicanos centroamericanos que logren cumplir todo el recorrido de la Bestia. Incluso verán en la figura del temible Joe Arpaiao a un amigo. Los chicanos centroamericanos son una especie con mucho tesón ya que saben que de cada cien que salen solo diez llegarán a la meta y a pesar de ello no dudan en intentarlo.
Pero la bestia mexicana no es la única que cumple esa función transportista. Existe una lombriz en Mauritania que también transporta inmigrantes del interior del desierto al puerto de Nouadhibou. Ahí, los aspirantes a una mejor vida buscarán alguna embarcación o cayuco, para proseguir su viaje hacia las islas canarias o Cabo Verde. Al igual que ocurre con la bestia mexicana, su homóloga africana sufre los ataques de diversos depredadores. En este caso, hombres uniformados que se disputan una tierra de nadie por lo que aquellos que se trepen a lomos de este gusano saben que juegan también una lotería con la muerte. Además, el hecho de viajar por el desierto conlleva un gran riesgo en caso de que este animal caiga muerto en mitad de la nada.

Sin embargo, el viaje también conlleva una gran alegría; la posibilidad de ver la vía láctea en todo su esplendor. No hay ningún lugar en la tierra donde se pueda ver mejor las estrellas que el desierto del Sahara. Y si encima el viaje coincide con una luna llena como la que mostrara Bertolucci en “El cielo protector”, la felicidad no puede ser más completa.
Hasta aquí las similitudes. La bestia del desierto no tiene parangón en cuanto a tamaño. Dispone de más de 200 compartimentos en los que guarda el mineral engullido en la ciudad de Zouérat. Una persona puede perder un buen cuarto de hora viendo el paso de este animal de principio a fin que nos recuerda a los gusanos de Dune. Sin embargo, pese a su colosal tamaño, este animal no solo no es peligroso sino que generosamente permite que migrantes de todo tipo lo monten. De hecho su viaje al mar es una suerte de ritual.
La bestia del desierto no consume los minerales que transporta, sino que los deposita en el puerto. Algunos zoólogos creen que se trata de una especie de tributo que portan a Nouadhibou en agradecimiento por el don de la vida. Sin embargo, otros expertos refutan tal teoría, pues rechazan la posibilidad de una dimensión espiritual en cualquier bestia, incluida la humana. O mejor dicho, especialmente en la humana. Sea como sea, una vez cumplida su hazaña, la lombriz da media vuelta para adentrarse nuevamente en el desierto, donde morirá al cabo de unos días. En total realiza un viaje de 1400 kilómetros. En cuanto a las especies migrantes, una vez superado el océano de arena, deberán enfrentarse al de agua. Al igual que la especie norafricana de “las pateras” en el mediterráneo, el “cayuco mauritano” sucumbirá las más de las veces en su intento de alcanzar tierra y todo el viaje habrá sido un preparativo para reunirse con la muerte.