Montones de cadáveres quemados en medio de las plazas, el aire apestaba a enfermedad y carne carbonizada. Desnudos, despojados de dignidad y de vida, bultos inermes sin más destino que la podredumbre o las cenizas. En el Renacimiento la noción de cuerpo cambió, el pudor desparece con la enfermedad, nos exponemos a los médicos, dejamos de ser humanos para convertirnos en órganos, fluidos, huesos, padeciendo el caos de un sistema ingobernable. La persona se anula, la discreción estorba, la carne ordena.
El desnudo fue un homenaje a la salud y a la vida, las pinturas y esculturas crean otra realidad, el gran David fuerte y delicado, intacto, inmortal en ese mármol que nunca pasará por la degeneración. La Venus de Botticelli, hermosa, surgiendo del mar, el pelo flotante, mientras los muertos ardían, ella es húmeda, luminosa. La vida estaba en el arte, la inmortalidad en las obras, la desgracia en los seres que padecen ser creados en una materia que se degenera y perece.
El pudor es la bastardía del bienestar, desvalorados por la miseria de la enfermedad, expropiados de la individualidad en la estadística farmacéutica, la humanidad entra en constante progreso y la orientación del pensamiento cambia. El siglo XIX es de los puritanos, dejamos la libertad ganada ante la desgracia, la voluptuosa carne del Barroco, la deliciosa turgencia de Rubens o las llagas del Caravaggio, desaparecen para mostrar la placidez burguesa. El cuerpo es atormentado por la moral y los traumas. Freud lo convierte en el ente culpable de todas nuestras desgracias, desde comernos al padre hasta inventar su propio “pecado original” con violaciones imaginarias.
El psicoanálisis mata al hedonismo, señalado, perseguido, proscrito, la riqueza burguesa y su tedio prefiere analizarse en un diván antes de mirarse en una obra de arte. El arte es vigilado, se “interpreta” como un criminal en un juicio, en cada obra hay un segundo trauma escondido. El verdadero colapso, que es el de la enfermedad en las vísceras y la sangre, es ahora una mente que posee dolores que ni ella conoce, la imaginación deja de ser creativa y es patológica. Somos los nuevos puritanos, los que tienen miedo a su mente y su cuerpo, lo que nada poseen porque todo lo han perdido. ¡Ah, cuerpo maldito! En qué momento hemos permitido que dejes de ser esa casa generosa del espíritu, ese templo para un alma sensitiva y ligera.
Iconoclastas modernos, no ver da la comodidad de no existir, cambiamos el cuerpo misterioso, el erotismo licencioso y trasgresor por la genitalia pornográfica. El exhibicionismo evade la intimidad. El arte es el único refugio para el significado, no hay más sentido que la belleza nos pueda dar, la belleza capaz de llevar lo más terrible a la maestría más sublime. No, la inmediatez, el diván es la pantalla, el trauma es la impopularidad, la cura es ofrecer lo que todos ofrecen, se abarata la carne, la nueva peste es la instantánea fama, la nulidad de pertenecer a la masa repetitiva.
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