Hace unos días el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) informó que en 2018 había 51.9 millones de personas en situación de pobreza, mientras que en 2020, año de la pandemia de COVID-19, dicha cifra se incrementó a 55.7 millones, es decir, 3.8 millones de pobres más. Para esta medición, que fue recabada por el Inegi entre agosto y noviembre de 2020, el Coneval tomó como referencia seis carencias en el ejercicio de los derechos sociales: rezago educativo, acceso a servicios de salud, acceso a la seguridad social, calidad y espacio de la vivienda, servicios básicos en la vivienda y acceso a la alimentación nutritiva y de calidad.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró formalmente la epidemia de la COVID-19 el 11 de marzo de 2020. A partir de esa definición, las diversas autoridades sanitarias del mundo comenzaron a implementar distintas estrategias con el fin de detener el número de contagios del virus SARS-CoV-2. Una de esas estrategias fue el confinamiento de la población para disminuir la movilidad social en las calles. Así, “¡Quédate en casa!” se convirtió en la frase que escuchamos y leemos a cada momento en la radio, televisión e Internet.
La estrategia mencionada evitó el incremento de contagios del virus, que provoca la muerte de las personas; sin embargo, los efectos de esta pandemia han traspasado el ámbito de salud. Una de las grandes consecuencias del confinamiento, toques de queda o restricciones a la movilidad poblacional fue la gran afectación a la economía, lo que implicó el cierre de empresas, la pérdida de un gran número de empleos, la disminución del ingreso familiar y el incremento de la pobreza. Este impacto negativo en la economía ha afectado a todos los países del mundo, pero debido a las grandes diferencias estructurales la afectación ha sido distinta para cada país, por lo que en el caso mexicano y de América Latina ha sido mayor.
Las circunstancias que por décadas ha vivido nuestro país, me refiero a la distribución de la riqueza, así como el destino que ha tenido el presupuesto de egresos para programas sociales, vivienda, combate a la pobreza, entre otros, no ha permitido avizorar perspectivas alentadoras respecto a encontrar soluciones que resuelvan las problemáticas actuales que enfrenta la población.
La actual pandemia afecta a todos, pero como siempre a unos más que a otros. La desigualdad social se ve reflejada en que hay personas que tienen que ir a trabajar, a pesar de las recomendaciones de quedarse en casa y otros que no cuentan con seguridad social. La pandemia ha visibilizado la desigualdad que golpea a los más desfavorecidos, así lo confirma el informe del Coneval con el incremento de la pobreza a nivel nacional, en donde la carencia que más creció fue la falta de acceso a los servicios de salud.
Cierto que desde antes de la pandemia la COVID-19, México ya se encontraba como el segundo país peor posicionado en la región solo detrás de Honduras, si se consideran dos factores, pobreza total y pobreza extrema. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), hemos retrocedido dos décadas en materia del combate a la pobreza. Como lo estamos viviendo, entre las repercusiones que nos está dejando esta enfermedad es la crisis económica que se manifiesta entre diversos indicadores y en la vida diaria de una gran mayoría de la población.
Es por ello que el gobierno de la 4T tiene que revisar su estrategia de política social para asegurar que los apoyos económicos lleguen a los más pobres, a su vez urge la creación de programas especiales para ayudar a quienes han perdido sus fuentes de ingreso a raíz de la emergencia sanitaria, ya sea a quienes perdieron su fuente de trabajo o en apoyos fiscales para que no se sigan cerrando sobre todo pequeñas empresas.
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