Algo trascendente se está cocinando desde las más altas esferas del poder, que sin duda afectará, de manera determinante, los arreglos interinstitucionales bajo los cuales se había conducido la relación y el entendimiento entre los tres órdenes de gobierno en el contexto del federalismo mexicano.
El asunto del desafuero del gobernador de Tamaulipas se ha convertido en el foco de la atención mediática por el brutal enrarecimiento del tema en donde se vierten en un mismo recipiente interpretaciones políticas, jurídicas y administrativas que, con el sesgo respectivo, han producido un ambiente nebuloso sobre la forma y el fondo del caso, pero particularmente, sobre las repercusiones que el incierto desenlace pueda tener para la vida republicana en el futuro inmediato.
El tema fluye entre la legalidad y la legitimidad: legalidad por cuanto se refiere a lo que expresamente señala, de manera explícita, la Constitución general de la República respecto al procedimiento y las facultades de las diversas instancias que tienen que ver con el retiro de la protección constitucional, el llamado fuero, a quien goza de ella por su encargo y es señalado por la comisión de delitos, para que la autoridad correspondiente pueda ejercer alguna acción legal en su contra. Legitimidad en cuanto se aducen motivaciones de justicia por presuntos actos de corrupción que no deben quedar impunes.

El tratamiento del affaire tamaulipeco involucra de manera directa y determinante a actores relevantes de los tres poderes de la Unión y desde luego, al orden estatal de aquella entidad, cuyos planteamientos respecto a la procedencia del desafuero y la acción legal subsecuente son abiertamente opuestos y las interpretaciones notoriamente bizantinas.
Los argumentos vertidos y las acciones paralelas puestas en ejecución por instancias federales del máximo nivel, judiciales, legislativas, administrativas y de procuración de justicia, aderezadas desde el púlpito matutino, alientan el debate público y abonan al enrarecimiento del complejo panorama que, en estricto sentido, no debiera ser tal si se acudiera, puntualmente, al texto de la norma suprema que es explícita en cuanto a las facultades y los procedimientos que no merecen mayor interpretación, tal como se ha explicitado en la escueta manifestación desde la Corte Suprema.
Lo preocupante del tema, no es la responsabilidad o no del mandatario estatal respecto a los delitos que se le atribuyen, ni su filiación política, ni la confrontación personal, ni la trascendencia electoral, sino las circunstancias que lo caracterizan y los actores que determinan su abordaje con justificaciones y razonamientos más allá de lo estrictamente normado.

Su relevancia estriba en el precedente que se sentaría para el manejo futuro de casos similares que, de manera directa, pondría en tela de juicio los equilibrios de la relación interinstitucional entre los tres órdenes de gobierno, la demarcación y el respeto de las respectivas soberanías, que son el sustento ideológico y jurídico del arreglo federal denominado Estados Unidos Mexicanos.
Una sabia decisión de las partes involucradas para evitar confusiones y evitar la emisión de mensajes preocupantes de efectos colaterales impredecibles sería, como lo aconsejaba Max Weber, ceñirse al expediente, esto es, sujetarse a las reglas del juego, que no es otro el fin de lo estipulado en la Carta Magna y en las leyes que de ella emanan.