El nombre de Elizabeth Holmes, lista para enfrentar las acusaciones en su contra, ha vuelto a la palestra de los principales diarios del mundo.
Otrora representante de esa combinación irresistible de genialidad y estilo, a la manera que la encarnó Steve Jobs, Holmes fue una estrella fulgurante en Silicon Valley hasta que todo se vino abajo.
Como aquel, Holmes abandonó sus estudios universitarios en Stanford a los 19 años y, con el dinero que sus padres gastarían en colegiaturas, fundó su propia empresa.
Lo suyo fue algo más, mucho más, que el relato de una startup que alcanza el cielo, sólo para desde ahí desbarrancarse hasta el punto de hoy estar acusada de un desfalco por cerca de 600 millones de dólares.
En 2014, la fortuna personal de Elizabeth Holmes se calculó en 10 mil millones de dólares, resultado de poseer la mitad de las acciones de su por entonces celebradísima empresa: Theranos.

La idea del negocio era casi tan simple como prometedora. Un artefacto, un dispositivo, para estar acorde con los tiempos, del tamaño de una cafetera que en cuestión de segundos diría si la persona poseía desde diabetes hasta cáncer.
Pero los hechos, su descripción, no son ideas en sí misma, ni mucho menos un intento por comprender de qué modo esos hechos están unidos al espíritu de un tiempo, al aire de una época.
Tres elementos constitutivos de la sensibilidad de nuestro tiempo parecen, pues, asomar la cabeza detrás de la historia de Holmes y su malogrado Edison.
1. Sangre, dolor y…
Sangre, sudor y lágrimas, ofreció Churchill en su legendaria alocución dirigida a los ingleses en medio de los bombardeos de la Luftwaffe nazi en la Segunda Guerra Mundial.
El sufrimiento como enaltecedor, la capacidad para soportarlo y sortearlo, parece haber quedado atrás como elemento enaltecedor del carácter de una persona.
Theranos ofrecía rapidez, es cierto, en los diagnósticos. Pero sobre todo, ofrecía que la experiencia no sería dolorosa en modo alguno.

La propia Holmes destacaba en toda entrevista a la que se presentaba, el modo en que ella misma, siendo una niña, les tenía terror a las agujas. Merecemos un mundo sin el dolor de los piquetes, clamaba emocionada.
Edison, el diagnosticador portátil lo hacía todo con una sola gota de sangre de la persona, incluso hasta menos de una gota, según lo que se prometía y nunca se cumplió.
No había agujas ni tubos ni sondas. Un piquete, mínimo, indoloro, imperceptible casi. El cumplimiento de una fantasía colectiva extendida como el aire que se respira.
Terminar una relación, dejar un trabajo atrás, olvidar una deuda… un pequeño piquete, apenas perceptible, no más… y seguir.

2. La enfermedad como metáfora, el diagnóstico también
Debemos al genio de Susan Sontag la extraordinaria reflexión sobre la enfermedad como metáfora de cada sociedad y su época.
En el caso de la concepción de Edison, la mirada propuesta por Sontag tendría que volver sobre sí misma, para luego apuntar a un más allá que en realidad está no en el después sino en el antes.
No ya la enfermedad como metáfora sino el miedo atroz a ésta, la pulsión por evitar, sí, pero ante todo, la pulsión por controlar el tiempo.
Que no enfermemos, parece ser el llamado, y en buena medida la explicación de por qué la idea de Holmes cautivó al mundo del dinero.
El diagnóstico como ahorro de todo lo que implica una hospitalización, un tratamiento, la recuperación de un paciente. Adelantarse a la enfermedad como muerte, además, ¿no es acaso el equivalente a evitarla, a ganarle la partida? En la fantasía, por supuesto.

3. Si es imposible, mejor
Hay quien dice que nada resultó tan atractivo para los lobos marinos de los fondos de inversión que forraron de recursos las promesas de Holmes, que la desmesura de su propósito.
La omnipotencia de Silicon Valley bajo el manto de que en ese sitio (sagrado) todo es imposible hasta que deja de serlo.
Es cierto que Holmes no inventó de la nada sus promesas.
De hecho, antes de dejar Stanford, se familiarizó con las técnicas que permite hacer estudios con una mínima cantidad de líquido y un chip. La joven no tardó en patentar esta tecnología aplicada a la sangre.
“Hacer algo que la humanidad nunca pensó que fuera posible”, como se lee en una carta que Holmes escribió siendo una niña, fue parte de la punta de lanza de un relato mercadológico capaz de cautivar al gran público.

El término vaporware, escribe John Carreyrou, en su libro Bad Blood, dedicado a Theranos, apareció a principios de los ochenta para describir un software anunciado con bombo y platillo que tardaría años en concretarse. Promesas excesivas con poco sustento que serían parte de la leyenda de Silicon Valley.
El daño para las personas no era demasiado grave, según las compañías; sólo expectativas disueltas en la breve memoria de los usuarios.
De esa práctica, vigente aún, se valió Holmes, afirma Carreyrou, para forjar la breve e intensa leyenda de Theranos: promete lo imposible; y luego, finge hasta lograrlo. Si no lo consigues, no importa, vendrá otro.
Después.
Vivimos de sueños querido Toño y pagamos lo que sea si la promesa parece amerizaría o si los especialistas aseguran que es realidad