Venimos de la oscuridad a la luz de lo inalcanzable, esa desventura nos hace volver a mirar a la oscuridad. Expulsados de la suave bóveda del vientre materno llegamos a una realidad en la que somos innecesarios. En cambio, somos adictos a nuestras necesidades, comer beber, vivir, y además perseguimos la quimera de ser felices, ficción distorsionada y disfrazada por las tendencias, las teorías de la conducta y el melodrama cinematográfico.
Al tratar de responsabilizar a otros del desasosiego de ser, creamos los mitos, seres que encaran nuestras esperanzas, y les adjudicamos el poder de hacerlas reales. Los seres humanos somos obcecados en ansiar lo inalcanzable, y en eso depositamos nuestra tragedia, buscada y labrada a conciencia. Los mitos celestes están lejos, el cielo, la infinitud del espacio, inconmensurable, no permite ubicar en un punto la mirada, encontrar la morada de los seres venerados, entonces los hacemos bajar a los altares, para mirarlos y que nos miren, para adorarlos.
En cambio, el inframundo está aquí, ahora, bajo nuestras plantas, ruge, lo escuchamos, y se entrega más generoso que el cielo. La Tierra nos alimenta, es hogar y refugio, nos castiga y nos entrega un pedazo para nuestros restos, los convierte en alimento para sí misma, se los traga golosa, prodigiosa, de la muerte genera vida.

Los dioses telúricos, ctónicos, son hedonistas, excesivos, contradictorios, expulsados del Olimpo son la antítesis de la deidad, y son profundamente humanos. Dionisio y Medusa, el placer y el castigo, padre y madre estériles, que paren nuestras debilidades, y poseen los rasgos de esas pasiones que nos construyen para luego aniquilarnos.
En la caverna del cráneo habita el cerebro, en la penumbra genera imparable las ideas, los recuerdos y las obsesiones. El alma es el ente invisible que se escapa a la mirada científica de la anatomía, fluye entre las neuronas, las vísceras y el intelecto, no aparece en las radiografías ni el los análisis clínicos, no se cura con una pastilla y se enferma, cientos de teorías, terapias y estilos de psicoanálisis se amontonan en el callejón sin salida de la impotencia, ante un alma enferma o un espíritu abatido.
El refugio no es el cielo, no es la terapia de moda, no es una pastilla, la realidad está en la mirada de Medusa, en la carcajada de Dionisio, en los dioses del inframundo, los marginales que conocen la verdad de nuestra esencia. Kali con su lengua larga y roja de sangre, su collar de cráneos, nos recuerda que esa bóveda oscura guarda un ego que es verdugo y tormento. Kali decapita a Shiva, nos despierta de las ensoñaciones enfermas, nos obliga a actuar, hacer, reaccionar y vivir el presente terrestre, a destapar la caverna del cráneo con un golpe del hacha del silencio, de la aceptación humilde de nuestra estatura ante el poder incuestionable de lo real.
Con Kali entendemos que lo mismo que nos da vida nos destruirá, no estamos aquí para ser eternos, nuestro gran privilegio es ser fugaces.