Por alguna razón, desde niña quise escribir. Como con la música, lo que leía/escuchaba versus mis exiguas aptitudes, me situaban de golpe y porrazo contra el suelo, la puerta, o lo que estuviera enfrente. En la medida en que fui creciendo y tratando, mis intentos se veían cada vez más artificiales. No obstante, no cejaba en mi esfuerzo y, si bien no me sentía habitada ni por Cervantes ni por Mozart, confiaba en que la escucha y la lectura atentas me harían discurrir… algo.
El universo se fue haciendo cada vez más amplio y más complejo, en la medida en que iba viendo de qué se escribía, quiénes eran los “escritores” e iba entendiendo que existía algo llamado géneros literarios. Lo intenté todo: crónica, reflexión, cuento, poesía… este último intento fue el más risible, sin duda. La novela se me impuso como una tarea imposible. De todos esos intentos, afortunadamente no guardo nada, porque todo fue funesto. Entre que leía revistas para adolescentes y el Fausto de Goethe, se abrió una brecha que le hizo un lugarcito tímido a Jorge Ibargüengoitia y, detrás de él, se coló Luis Spota y luego, Latinoamérica entera, no sin kilos de vergüenza.

Después de ensayar, sin éxito, la crónica periodística, entendí, en un año tal, que para eso se estudiaba. Y yo no tenía paciencia ni tiempo, ni podía deshacer lo que había decidido, así que abracé la Historia del arte con todas mis fuerzas, dándole la espalda a mis inquietudes escriturísticas, sin saber que ellas tendrían que sacarme a flote desde el semestre uno. Seguía sin entender nada. Trabajo iba, trabajo venía: me sacaba diez, pero no sabía por qué, si cuando me leía, era tan ramplona (y lo mismo pienso ahora). Lo peor: si a una se le ocurría hacer alguna variación en el tono, salía la voz dogmática de algún profesor a decir que “acá hacíamos trabajo de investigación con pretensiones de objetividad, no intentos literarios”. Había que escribir con objetividad y cientificismo de una cabeza olmeca, misma que me despertaba la misma pasión que una pulga de agua. Pero lo hice. No supe cómo, pero parecía que las estelas, las cabezas y los altares me reportaban muchísimo interés. Así pasaron los años y aquello se soterraba en lo que después significó la redacción de oficios, memos y correos electrónicos, cada uno de los cuales, me implicaba el mismo empeño de investigación, reflexión y pretensión que una tesina.
¿Hay una escritura sincera? Sí. Incluso la de oficina. Escritura es dar principio, poner orden. Como por ejemplo: “Querido Santa Claus”, que tal vez es de lo primero que tenemos que aprender a escribir, sea por un interés legítimo, sea por presión del medio. Hoy, escuchando un programa grabado y medio añejo, oía a alguien decir que uno no debe preguntarse qué le gusta hacer, o para qué es bueno, sino qué le da curiosidad. Y de esta manera, uno no se siente encasillado o impelido a decir cosas que tengan que ver con su oficio o profesión, o peor aún, con sus aptitudes. Mientras renunciaba cada año a mis pretensiones literarias, no me daba cuenta de que día a día, tenía nuevas oportunidades. De que, en la escritura como en la docencia, la creatividad está implícita y sucede que ambas hacen aparecer. Los juguetes enunciados en una lista, atingentemente realizada por un niño que le escribe una carta a Santa Claus o a los Reyes Magos aparecen ahí, motivados por su deseo y por su esperanza. Cuando escribía forzadamente sobre la cabeza olmeca o sobre la planeación de un centro ceremonial prehispánico, o sobre el recorte presupuestal, terminaba convenciéndome de que eso que tan poco interés me había suscitado, estaba finalmente ahí: no sólo en unas coordenadas físicas, sino en el texto, para mí y para otro.

Siempre pensé que escribir era un acto nimio y que sólo teniendo enormes dotes la escritura podía cambiar la vida de alguien. Hoy reivindico la escritura de intentos o los intentos de escritura. El poder manifiesto en cada intención no debe demeritarse nunca. La escritura es como la caza: se persigue un objetivo, se responde a estrategias, aunque no todas sean exitosas; hay muchos intentos fallidos. La presa esquiva nuestras lanzas; huidiza, la idea se esfuma de pronto y es preciso parar para registrar con atención el horizonte, retomar las armas y la carrera y hacer aparecer frente a nuestros ojos eso que estamos tejiendo en la persecución, hasta que finalmente sucumbe.
Este espacio que Voces México me ha brindado me permite reflexionar, no sólo en lo que sucede en el mundo y me afecta, sino en la manera en que se construyen las ideas y se plasman. Para cerrar un año que, ciertamente, no fue fácil para muchos, les propongo que hagan una carta, aunque no sea para que alguien la lea. Háganse una carta: hagan aparecer lo que quieren, definan la presa, conviértanse en su propio Santa Claus y dense la experiencia de leer lo que puede ser posible. Pónganse a la cacería de sus ideas y propicien su existencia.
Muy sabios consejos, felices fiestas!!!